Sección primera: De los derechos absolutos de los Estados - Parte segunda - Filosofía del derecho - Libros y Revistas - VLEX 976806710

Sección primera: De los derechos absolutos de los Estados

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dudosa diversidad de prerrogativa y solidez jurídica. Los primeros,
en virtud del principio de que las instituciones y las obligaciones de
los hombres se disuelven por los mismos medios con que se fundan y
establecen, pueden deshacerse, recibir alteraciones y perecer por la in-
uencia de las mismas causas, esto es, por la fuerza y el consentimien-
to: eodem modo dissoluti quo alligati. De muy distinta manera ocurre en
los Estados nacionales: el principio de su existencia, y por tanto, de su
duración, está fuera de la acción accidental y contingente de los trata-
dos y de las guerras. Ni los azares de las guerras, ni los tratados, ni las
herencias y sucesiones de los Príncipes pueden jurídicamente decidir
de su terminación o incorporación a otros Estados. El Estado nacional
puede verdaderamente llamarse inmutable y eterno con aquella eter-
nidad que se encuentra en la historia2.
secciÓn PriMera
de los derechos aBsolUTos de los esTad os
§ 1.º
De la libertaD o inDepenDenci a
Siendo el Estado una sociedad libre como compuesto de personas
que se proponen un n racional, debe poseer todos los medios para
asegurar su conservación. Tiene, por tanto, el derecho de legítima de-
fensa, esto es, de armar a sus súbditos, levantar fortalezas y mantener
una ota, imponiendo tributos a todos los que habiten en su territorio.
No puede imponerse límite alguno a estos medios de defensa, sino el
que conviene a la seguridad de los demás Estados o se origina de con-
venciones especiales. Así, pues, si de estos preparativos de defensa
naciera el peligro de una agresión, se tiene el derecho de pedir expli-
caciones, que la lealtad y el interés bien entendido aconsejan no negar.
El derecho de conservación lleva consigo el de intervención, cuando
no hay otro medio de evitar una catástrofe inminente.
El Estado, como persona libre, puede ejercitar cualquier acto sobe-
rano, siempre que no perjudique los derechos de los demás Estados.
Ningún Estado extranjero puede oponerse a un cambio interior de la
forma del gobierno o del jefe del Estado. Se oponen como excepciones
a esta regla las convenciones especiales o motivos evidentes de segu-
2 Mancini, Diritto internazionale. —Prelezioni. —Nápoles, 1873.
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DioDato Lioy
ridad propia. No intervenir es la regla general: todas las excepciones
deben estar justicadas por necesidad absoluta.
Todo Estado está investido de un poder exclusivo de legislación
en cuanto concierne a los derechos personales de sus súbditos, aun
los residentes en el extranjero, y a los bienes inmuebles que se hallen
en su territorio, ya pertenezcan a los nacionales o a extranjeros. En
cuanto se relaciona con el orden público y la seguridad, la ley del país
obliga tanto a los naturales como a los que vayan a ponerse bajo su
protección. La forma de los actos debe ser la del país en que tengan
lugar, en virtud del antiguo aforismo locas regit actum, así como las
reglas para la competencia y para el procedimiento se sacan de la ley
del lugar en que se verique el juicio. Veamos el desenvolvimiento
histórico de estos principios.
En Oriente, el extranjero estaba puesto bajo la protección de la reli-
gión y de la hospitalidad, y no tenía derechos determinados. En Gre-
cia y en Roma, por regla general, era tenido por bárbaro y enemigo.
En Lacedemonia no podía participar en manera alguna de la existen-
cia civil. En Atenas, el sco tomaba la sexta parte de la sucesión del
extranjero y de todos los hijos de sus esclavos. En Roma es disposi-
ción textual de las XII Tablas: Adversas hostem œterna auctoritas esto.
Respecto a los bienes, Cicerón dice: Mortuo peregrino, bona aut vacantia
in peregrinum cogebantur, aut privato adquirebantur si peregrinus se ad
aliquem veluti patronum adplicuisset eique clientelam dedisset: tum enim,
illo mortuo, patronus, jure applicationis, in istius peregrini bona succedebat.
Poco a poco triunfó la equidad del derecho estricto, y en los tiempos
de Justiniano el extranjero, bajo casi todos los aspectos, estaba asimi-
lado al ciudadano romano.
En la invasión de los pueblos germanos a la caída del Imperio, pre-
valeció el principio de las leyes personales; así pues cada uno era juz-
gado según el derecho de la nación a que pertenecía. Pero, cuando la
soberanía territorial se hubo consolidado, se introdujo el sistema te-
rritorial, según el cual, todo Estado se atribuía el derecho de juzgar las
cuestiones internacionales privadas con arreglo a las leyes que regían
a sus propios súbditos. Durante la feudalidad, los extranjeros fueron
reducidos a un estado de servidumbre por el señor en cuyas tierras
vivían, o por el rey. Ellos se distinguían en dos clases: los Aubains (ali-
bi nati) y los Epaves (de expavescere). Los Aubains eran los nacidos en
tierras cercanas, y los Epaves los que habían nacido en países lejanos,
de los que nada era dado conocer. Podían adquirir y poseer, pero no
transmitir ni recibir por donación, sucesión o testamento. Sus bienes
eran, a su muerte, devueltos al rey, el cual tomaba también una par-
te de las sucesiones establecidas en Francia, que un extranjero estaba
autorizado para recibir de otro extranjero. En la segunda mitad del
siglo pasado se concluyeron varios tratados para abolir el derecho de
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extranjerismo, y la Asamblea Constituyente lo abolió sin excepción o
reciprocidad, por decreto del 18 de agosto de 1790.
El estado de guerra en que estaba sumida Francia hizo retroceder
los principios jurídicos sobre esta materia. Los artículos 726 y 912 del
Código Napoleón no conceden a los extranjeros otros derechos sino
los que gozan los franceses en sus Estados respectivos. Pero el 14 de
Julio de 1819 fue promulgada la ley que abolía el derecho de extranje-
rismo y de detracción. Esta ley no admite otra excepción sino cuando
una sucesión común a extranjeros y franceses abarcase bienes situados
en una nación cuyas leyes llamasen a los parientes franceses a suceder
en la misma proporción que los extranjeros, pues entonces el francés
recibe una compensación sobre los bienes existentes en Francia.
Las leyes civiles se distinguen en personales y reales: las primeras
aplicables a los nacionales aún residentes en país extranjero y las se-
gundas a todos los bienes situados en el territorio, cualquiera que sea
el origen del propietario. El conde de Portalis, en una Memoria leída
en el Instituto de Francia acerca de la obra de nuestro ilustre conciu-
dadano Nicolás Rocco, la cual tiene por título Dell’uso e dell’autorità
delle leggi presso le varie nazioni, etc.3, se expresa así sobre este punto:
«La ley nacional, la que protege la cuna de los individuos y la cons-
titución de su familia, los sigue a país extranjero y rige allí su estado,
mientras que la ley extranjera, no les obliga sino en lo que concierne
a la policía y a la seguridad, a la forma de los actos y los bienes que
poseen en su territorio. Siempre y en todas partes la ley de la situa-
ción de los inmuebles sin excepción de personas y sin que el cambio
de domicilio pueda servir de obstáculo, regula los bienes en general.
Por una especie de continuación de soberanía, en uno y en otro caso,
la ley no conoce fronteras. Estatuto personal, franquea los connes de
su país para regir la capacidad de las personas que por ella conocen
su estado; estatuto real, los traspasa también para proteger y gobernar
los actos estipulados y los bienes adquiridos y poseídos en su territo-
rio y bajo su dominación.»
El Código italiano modica estos principios, pues admite en el art.
8.º que las sucesiones legítimas y testamentarias, ya en cuanto al Or-
den de suceder, ya en cuanto a la entidad de los derechos hereditarios
y a la intrínseca validez de las disposiciones estén regidas por la ley
nacional de la persona de cuya herencia se trate, cualquiera que sea
la naturaleza de los bienes y el país en que se hallen; considera, pues,
el derecho hereditario como ley esencialmente de familia, y que por
tanto sigue a la persona. Por el art. 9.º ordena que la naturaleza y los
efectos de las donaciones y de las disposiciones de última voluntad se
consideren regidas por la ley nacional de los otorgantes. Permite a es-
3 Nápoles, 1856.

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