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De las formas de gobierno durante las edades que precedieron a la caída de la república romana

AutorHippolyte P. Passy
Páginas67-100
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CAPÍTULO VI
DE LAS FORMAS DE GOBIERNO DURANTE
LAS EDADES QUE PRECEDIERON A LA CAÍDA
DE LA REPÚBLICA ROMANA
Imposible era que el régimen patriarcal no experimentase numerosas trans-
formaciones. La civilización no debía caminar con paso igual entre los diversos gru-
pos de población que le habían adoptado: entre aquellos grupos, unos, merced a la
bondad de suelo que ocupaban, crecieron rápidamente en número y poder, otros
realizaron menos progresos o permanecieron estacionarios, y con las situaciones
sociales se modicaron las constituciones políticas.
La guerra, sobre todo, contribuyó a determinar las mudanzas que se efectua-
ron en la organización de los poderes públicos. Hubo vencedores y vencidos, nacio-
nes conquistadoras y naciones conquistadas: algunas de las primeras subyugaron a
muchas de las otras, y su dominio se extendió sobre vastos territorios; así se fueron
constituyendo poco a poco Estados de tamaño y composición diferentes. Las formas
de gobierno debieron conformarse con las exigencias de situaciones a la vez nuevas y
diversas, y llegó el momento en que vio nacer y establecerse monarquías y repúblicas.
I.
monarquÍas
¿Cómo nacieron las mas antiguas monarquías? ¿Qué principios tuvieron
aquellas que durante una larga sucesión de siglos aparecieron unas tras otras en las
vastas regiones que mas adelante pasaron completamente bajo el dominio de los
Persas? Montones de escombros señalan los solares donde se alzaron muchas de
sus capitales; la historia ha recogido algunas tradiciones relativas a los sucesos que
determinaron su fundación y su caída; ella nos ha transmitido los nombres de algu-
nos de los príncipes que las rigieron y gobernaron: todo lo demás yace sepultado en
una sombra impenetrable hasta el presente.
No es dudoso, empero, que las primeras monarquías salieron de necesidades
traídas por circunstancias de orden militar. A pesar de su fraccionamiento en pe-
Hippolyte p. passy
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queñas tribus distintas y con frecuencia enemigas, las poblaciones difundidas por
una misma región se diferenciaban rara vez por su origen, y de aquí entre ellas
relaciones que, en caso de necesidad, les permitían entenderse y obrar de concierto.
Unas veces se confederaban para emprender una expedición lejana e ir a buscar una
nueva residencia, otras para atajar el torrente destructor de una invasión extranjera.
Cuando esto sucedía, la confederación necesitaba un general, que por lo común era
elegido por los jefes de los diversos clans que entraban en la asociación; y cuando
las circunstancias eran tales que reclamaban la prolongación del mando a que aquel
general había sido llamado, érale a veces posible adquirir un ascendiente que le
permitía fundar una dinastía real.
Es evidente, sin embargo, que en ninguna parte en Europa los caudillos de las
confederaciones militares consiguieron transmitir a sus descendientes la autoridad
que debían a la elección de los que se alistaban bajo sus órdenes. Ni Agamenón, ni
los Brenos y los Vergobrechts de los Galos, ni los Lars, ni los Pórsenas de los Etrus-
cos, ni los Hermanns de los Germanos, ejercieron mas que un mando temporal y
de limitada duración. Distinto curso siguieron las cosas en Asia: en épocas que se
pierden en la noche de los tiempos, el Asia fue teatro de emigraciones y de luchas
gigantescas. Numerosas hordas, abandonando la vida pastoril, se reunían para in-
vadir comarcas mejor dotadas que las que pastaban sus ganados; lanzábanse unas
veces del fondo de la Escitia, otras de los desiertos de la Arabia o de las cumbres de
las montañas medio incultas a las fértiles llanuras que regaban el Tigris y el Éufra-
tes, y cada vez que conseguían apoderarse de ellas, preciso les era permanecer uni-
das para recoger los frutos de la victoria. Con este n dejaban al caudillo bajo cuyo
mando habían prevalecido sus armas, una autoridad preponderante que, merced a
las dicultades mismas de la ocupación de las comarcas nuevamente conquistadas,
aquel encontraba casi siempre medio de jar en su familia.
Los imperios que acababan de fundar unas razas venidas de fuera, no tarda-
ban en derrumbarse, unos bajo el choque de nuevos conquistadores, otros derriba-
dos por la insurrección de las poblaciones a cuyas expensas se habían formado, y
en su lugar se levantaban otros nuevos destinados a sufrir a su vez la misma suerte.
Expuestos a frecuentes invasiones, teniendo que temer rebeliones peligrosas, estos
no duraban tampoco cierto tiempo, sino a condición de abandonar a un jefe supre-
mo una autoridad que a poca costa le era dado transmitirá su propia descendencia.
Todo con efecto en lo poco que sabemos de los mas antiguos imperios de Asia,
atestigua que para ellos la unidad del mando era cosa indispensable. Diversas en
origen y lenguaje las naciones que reunían bajo el mismo cetro, estaban profunda-
mente divididas: unas, en posesión del dominio, abusaban de las fuerzas que se le
habían dado; otras, subyugadas o tributarias, espiaban la ocasión de sacudir el yugo
que pesaba sobre ellas, y pronto hubiera sucumbido el Estado a no haber residido
el mando todo entero en manos de un jefe libre para imponer a todos su voluntad
personal.
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Algunos hechos de incontestable autenticidad derraman por lo demás bastan-
te luz sobre la naturaleza de las circunstancias que transformaron en monarquías
los Estados fundados en el suelo asiático: unos pertenecen a la historia de la nación
judía, otros a la de los Persas.
Las tribus Hebraicas se habían apoderado de la tierra prometida y vericado
su repartimiento; pero terminada la obra, no tardaron en relajarse los vínculos de
la alianza. Ni el gobierno múltiple de los ancianos, ni el de los jueces bastaron para
conservar su primitiva fuerza: sobrevinieron disensiones, y su triste fruto fue la de-
rrota; muchas veces los Hebreos vencidos cayeron en servidumbre, y descontentos
al cabo de un régimen bajo el cual les parecía imposible resistir a los ataques de las
naciones vecinas, pidieron que la autoridad se constituyese en manos de uno solo,
y obligaron a Samuel a darles un rey.
Lo que los Hebreos habían hecho con la esperanza de triunfar de los peligros
que amenazaban su existencia nacional, lo hicieron las tribus Persas con el n de po-
der ir a buscar fortuna fuera de las ásperas y estériles montañas, donde empezaban
a encontrarse estrechas: unieronse en un mismo cuerpo y conaron a Ciro el mando
supremo. Nada en Asia resistió a su empuje; bastoles chocar con las antiguas domi-
naciones que encontraron de pie para hacerlas caer una tras otra; pero señoras ya
del mas vasto imperio de la antigüedad, fue preciso so pena de no poder conservar
su posesión, continuar sometidas a un solo príncipe y Cambises heredó la autori-
dad misma, cuya investidura había recibido su padre.
También en Egipto peligros sin cesar renacientes dieron origen a las primeras
monarquías. Por largo tiempo Egipto no había contenido mas que pequeños Esta-
dos, gobernados todos por jerarquías sacerdotales que habían arrancado a sus po-
blaciones a las miserias de la barbarie primitiva. Llegó el tiempo en que la riqueza
del país y los tesoros guardados en los templos despertaron la codicia de las razas
circunvecinas: enjambres de nómadas invadieron el suelo y fundaron en él esta-
blecimientos, con lo que tuvieron principio guerras durante las cuales la parte del
pueblo consagrada al ocio de las armas, tuvo que hacer el papel principal. La casta
sacerdotal se había reservado el derecho de nombrar los generales; mas pronto no le
fue ya posible quitar a los soldados los caudillos a quienes había ilustrado la victo-
ria, y entre estos se encontraron algunos que, favorecidos por las circunstancias de
la época, lograron crearse dominaciones personales y transmitirlas a nuevas casas
reales.
¿Cuáles fueron los caracteres distintivos de las monarquías primitivas? ¿De
qué modo estaba en ellas repartida y ejercida la soberanía? Veamos lo que al trasluz
de la oscuridad de los tiempos es posible discernir.
En las épocas en que aparecieron las primeras monarquías pueblos y reyes
eran todos bárbaros aun, y de aquí entre ellos relaciones a la vez inseguras y casi
siempre violentas. Los reyes se servían de las fuerzas que tenían a su disposición

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