De las circunstancias que contribuyen a diversificar la medida de soberanía cuyo ejercicio pueden conservar las sociedades - De las formas de gobierno y de las leyes por que se rigen - Libros y Revistas - VLEX 976580226

De las circunstancias que contribuyen a diversificar la medida de soberanía cuyo ejercicio pueden conservar las sociedades

AutorHippolyte P. Passy
Páginas27-50
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CAPÍTULO III
DE LAS CIRCUNSTANCIAS QUE CONTRIBUYEN A
DIVERSIFICAR LA MEDIDA DE SOBERANÍA CUYO
EJERCICIO PUEDEN CONSERVAR LAS SOCIEDADES
Las circunstancias que deciden la extensión de la parte que pueden tomar las
sociedades, sea en la constitución, sea en los actos de los poderes que las rigen, son
numerosas y diversas: unas se relacionan con el grado de fuerza que tienen en sí los
motivos de desorden y de divisiones, a cuya inuencia viven sujetas esas mismas
sociedades; otras con hechos de índole geográca y territorial. Veamos cuáles son,
entre esas circunstancias, las que hasta el presente han inuido con mas constancia
y energía.
I.
composición de los estados
Las poblaciones de la misma raza y el mismo origen se avienen gustosas a la
vida colectiva: entre ellas no subsiste oposición alguna de costumbres, de espíritu,
de tendencias, y es muy raro que aquellas cuya asociación data de lejos no deseen
ardientemente conservarla. Juntas han defendido el suelo que ocupan; victorias y
reveses, esfuerzos y sacricios, prosperidades y desgracias, todo les ha sido común,
y su unidad nacional recibe de los recuerdos de lo pasado una consagración que
acaba de hacerla cara para todos.
No sucede así con las poblaciones que salen de diversos troncos, y no hablan
la misma lengua. Estas tienen siempre alguna oposición a vivir en comunidad po-
lítica; se miran como extrañas unas a otras; celosas rivalidades las separan, y si las
instituciones no limitasen estrechamente su vuelo, esas rivalidades traerían en pos
de sí conictos y choques capaces de imposibilitar el mantenimiento de la unión.
Por desgracia, no hay Estado de alguna extensión que únicamente contenga
hombres de la misma procedencia nacional. Por espacio de largas edades la tierra
no fue mas que un vasto campo de batalla: vanamente se buscaría en ella un solo
punto habitable que no se hayan disputado sucesivamente razas diversas, y de los
Hippolyte p. passy
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despojos que unas tras otras han ido dejando en las mismas comarcas, han salido
los grandes Estados modernos.
Nada mas lento que la formación de las nacionalidades nuevas: no se necesitó
menos de muchos siglos para fundar las que, en Europa, nacieron de la mezcla
de las razas germanas con las razas neo latinas, y, sin embargo, la obra encontró
particularísimas facilidades. Acostumbradas de muy atrás a la servidumbre civil y
política, las poblaciones que Roma había gobernado vieron con indiferencia la lle-
gada de nuevos señores, y estos pudieron ir a establecerse y dispersarse en el seno
mismo de los campos, sin tener que recelar revueltas capaces de poner en peligro su
existencia. Esto fue lo que, mezclando a los hombres de las dos razas, favoreció su
fusión: de su contacto continuo surgieron idiomas que llegaron a serles comunes,
y poco a poco elementos en un principio refractarios se fundieron en verdaderos
cuerpos de naciones.
La cohabitación en los mismos puntos del suelo no habría bastado, sin embar-
go, a crear aquellos sentimientos íntimos que la nacionalidad exige sean comunes a
todos, si entre los pueblos conquistadores y los pueblos conquistados hubiesen exis-
tido otras diferencias a mas de las de los orígenes y las lenguas. Supongamos que no
hubiesen pertenecido al mismo culto, o que en su constitución física hubiesen apa-
recido desemejanzas fuertemente caracterizadas; de seguro, no solo habrían sub-
sistido las antipatías primitivas, mas habrían adquirido tal vez mayor intensidad.
Así es a lo menos como hasta ahora han pasado las cosas en todos los países
donde, en el mismo suelo, han vivido pueblos que, a la diferencia de los orígenes,
agregaban las de las creencias religiosas. Sabido es con cuán implacables odios per-
siguieron los Españoles a los Moriscos, vencidos e indefensos, y cómo acabaron por
arrojarlos de las provincias cuya prosperidad labraban con su trabajo.
Del mismo modo, cuatro siglos de residencia en el mismo suelo, y bajo un mis-
mo gobierno, no han logrado transformar en compatriotas a los habitantes de las
provincias de la Turquía europea: Cristianos y Musulmanes, todos han conservado,
unos contra otros, los sentimientos de aversión que los animaban en tiempo de la
conquista, y los dominadores de Constantinopla no tienen enemigos mas irrecon-
ciliables, mas dispuestos a quebrantar su dominación que aquellos de sus vasallos
que no profesan el Islamismo.
No son menos fecundas en rencorosos disentimientos las desigualdades de
orden físico que la oposición de los cultos religiosos. En la América española la
diferencia de los colores siembra entre las razas indígenas y las de procedencia eu-
ropea interminables discordias: todo gobierno que conviene a los unos tropieza con
la enemistad de los otros, y de aquí las mas de las revoluciones que se suceden tan
rápidamente en unas repúblicas, en que el poder, en cualesquiera manos en que se
encuentre, tiene siempre que luchar contra una parte de la población que rige. La
esclavitud no existe ya en la gran república del Norte de América; los negros son

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