Imperio romano - De las formas de gobierno y de las leyes por que se rigen - Libros y Revistas - VLEX 976580231

Imperio romano

AutorHippolyte P. Passy
Páginas101-113
101
CAPÍTULO VII
IMPERIO ROMANO
Roma no podía ya subsistir como república: sesenta años de guerras civiles
sin tregua renacientes habían mostrado que no le quedaba mas medio de salvación
que someterse a la voluntad de un jefe24; Roma, sin embargo, no se transformó en
monarquía, y es: porque en ninguna época del mundo antiguo, ni las ideas ni las
costumbres prestaron al principio monárquico el apoyo de que tenia necesidad para
triunfar denitivamente. En los Estados en que reinaban, los príncipes mismos usa-
ban del poder supremo como de una propiedad meramente personal, y hubieran
considerado atentatoria a su prerrogativa toda combinación legal que les hubiese
impedido disponer a su arbitrio de la corona; y por lo que respecta a los gobernados,
una regla que podía entregar los destinos del Estado a niños de tierna edad o a entes
ineptos, no hubiera obtenido su asentimiento, y las contiendas que suscitaba entre
los miembros de la familia real la vacante del trono les parecían cosa menos temible.
En Roma a los obstáculos que en todas partes habría encontrado el establecimiento
de un régimen hereditario absoluto, se añadían otros puramente locales. Durante
cerca de cinco siglos, los Romanos se habían gobernado a sí mismos; no habían teni-
do mas que magistrados de su propia elección: en el derecho de elegir a su arbitrio
todos los hombres llamados a ejercer una porción cualquiera de la soberanía era
en lo que había consistido la principal distinción entre ellos y los habitantes de las
provincias conquistadas, y a sus ojos hubiera sido rebajarse al nivel de sus súbditos,
someterse a un principado cuya transmisión hubiese llegado a ser independiente de
toda acción del cuerpo social. El nombre de rey, por otra parte, era odioso a los Ro-
manos; cuando la expulsión de los Tarquinos, los patricios pusieron todo su empe-
ño en hacerle tal, y aquel nombre con efecto había acabado por ser para ellos objeto
de un horror supersticioso. César no pereció mas que por no haber sucientemente
tomado en cuenta el odio que inspiraba: bastó que dejase clarearse la intención de
24 Roma, dice Plutarco, con ocasión de la bata lla de Filipos, no podía ya ser gober nada
por una autoridad repar tida entro muchos: ten ían necesidad de un je fe único. Sus
reexiones en este punto so n curiosas y ex plican por qué ta ntos hombres distin-
guidos sostení an, durante los últ imos días de la república, la concentración de la
autoridad en manos de un solo jefe.

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