De la denominada oratoria forense - Elogio de los jueces: escrito por un abogado - Libros y Revistas - VLEX 939699949

De la denominada oratoria forense

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Tomad dos o más personas medianamente cuitas y razonables,
que quieran hablar entre sí para ponerse de acuerdo sobre cualquier
cuestión técnica o para persuadir a un tercero que está escuchán-
dolos: hombres de negocios que gestionan un contrato, médicos
llamados a consulta, generales que combinan un plan de batalla.
Su modo de razonar será, en la forma, idéntico; un diálogo vivo,
de frases cortas, en el que cada cual tratará de expresar lo esencial
con palabras sencillas; las objeciones serán expuestas e impugnadas
una tras otra para llegar al punto central de lo que discuten; los
períodos quedarán cortados por la mitad cuando quien los pronun-
cia se da cuenta de que el interlocutor ha comprendido por si’ solo
el resto, y el ademán, la mirada, el tono, bastarán, mejor que las
frases floridas, para establecer el contacto y el acuerdo.
Así hablan los hombres que quieren hacerse entender y persuadir.
En cambio, los abogados, profesionales de la persuasión, emplean a
menudo un modo de expresarse que es todo lo contrario; al diálogo
vivo y cortado sustituye el monólogo cerrado; el estímulo vivificante
de las objeciones queda suprimido o aplazado; es elocuentísimo
aquel que consigue, sin perder el aliento, pronunciar largos perío-
dos, aunque desde la primera palabra todos hayan comprendido
adónde quiere ir a parar. Se insiste largamente sobre aquello en
que todos están de acuerdo; se llenan los vacíos del pensamiento
con ornamentos retóricos inútiles o falaces. La interrupción es una
ofensa; cada cual habla para sí, lijando su esquema mental, como
un equilibrista que no aparta los ojos de la silla que oscila sobre
la punta de su nariz.
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ELOGIO DE LOS JU ECES ESCRITO POR UN ABO GADO
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Este modo de razonar, que es la negación del que emplean para
hablar entre sí las personas razonables, es el que algunos llaman
“oratoria forense”.
Para extirpar de los hábitos forenses esa tendencia al bel canto
que ha desacreditado entre los jueces la oralidad, sería preciso que
las Salas de justicia no fuesen demasiado vastas, y que el lugar
de los abogados estuviese muy próximo al de los magistrados, de
modo que el defensor pudiese, mientras habla, leer en los ojos de
sus togados oyentes la hilaridad o el disgusto que suscitan en ellos
algunos de sus artificios retóricos.
Las grandes salas, en las que falta todo sentimiento de recogida
intimidad, inducen naturalmente al orador a forzar el tono, como
la soledad invita a cantar.
¿Cómo no sentirse obligado a elevar la voz y a ampliar los
ademanes en la gran Sala de las Secciones Unidas de la Corte
Suprema, en la que el abogado se siente minúsculo y perdido en
la extensión de sus columnatas, y ve a los jueces lejanísimos, allá
arriba, en el alto estrado, como ídolos inmóviles en el fondo de un
templo, mirados a través de un anteojo invertido?
Aquella sala, con su solemnidad y su ornato, es una instigación
a la oratoria altisonante. Verdad es que, como correctivo, el arqui-
tecto ha hecho correr sobre lo alto de las paredes, escrita en oro,
entre hojas y festones, una máxima de cuatro palabras, una en cada
pared: Veritas nimiun altercando amittitur [La verdad, discutiendo
demasiado, se pierde]. Sobre la pared de cara al orador se destaca
en lo alto, por encima de las cabezas del lejano colegio juzgador,
aquel Nimium [Demasiado], áureo como el silencio; y el orador que
en medio de un vuelo oratorio posa allí su mirada, comprende al
punto el sentido de la palabra latina, y concluye rápidamente.
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