Discusión IX: Derechos transitorios de la Majestad. ¿Los pecados contra naturaleza constituyen una justa causa de guerra? - Libro segundo - Elementos de derecho natural y de gentes - Libros y Revistas - VLEX 976350269

Discusión IX: Derechos transitorios de la Majestad. ¿Los pecados contra naturaleza constituyen una justa causa de guerra?

Páginas401-442
401
ElEmEntos dE dErEcho natural y dE gEntEs
dIsCUsIón Ix
dEREChOs tRAnsItORIOs dE LA MAjEstAd.
¿LOs PECAdOs COntRA nAtURALEzA COnstItUyEn UnA jUstA CAUsA
dE gUERRA?
§ I
PREMIsAs
I. El derecho de guerra pertenece a todo Estado independiente: por
lo menos en cuanto es un derecho defensivo de sí mismo. Bynkers-
hoek dene la guerra: «La lucha por la fuerza o la astucia de los que
son dueños de sus actos, y luego de reivindicar su derecho.» (Bynk.,
qq. I, P. I, I.) Alberico Gentil la llama: «La lucha justa de los ejércitos
nacionales.» (De Jure, B. 1, 2.) Cicerón escribe: «La guerra es toda lucha
por medio de la fuerza.» (Cic., De Ofc., II.) Grotius corrige a Cicerón.
Para él la guerra no es el acto de combatir sino el estado de los que
combaten por medio de la fuerza en virtud de la cual son tales, lo que
signica que la guerra es el estado de combatir por medio de la fuerza.
(Grot., De Jure, B. et P. I, t. 2, 1.) Heineccius preere denir la guerra:
«El estado de las gentes libres o de los hombres que viven en el estado
natural, combaten por medio de la fuerza y de la astucia para reivindi-
car su derecho, o conservan el propósito de luchar.» (Heinec., § CXC.)
El vicio común de todas estas deniciones consiste en que son menos
claras que lo denido. Además por ser muy prolijas no se aplican ni
a la guerra civil, ni a la guerra servil, ni a ninguna especie de guerra,
Pero es inútil ocuparnos aquí de las pequeñeces de los metafísicos.
A los gobernantes les pertenece declarar la guerra y hacerla. Por
consiguiente les incumbe enrolar a los soldados, forticar las ciuda-
des y los campamentos, llenar el erario militar, preparar los armamen-
tos, reunir los víveres, alistar la escuadra, al ejército enemigo, oponer
el ejército nacional aun en caso de peligro extremo, dictar leyes sobre
disciplina militar, disponer todo lo que es necesario para la seguridad
exterior y sin lo cual no puede una guerra tener resultado benéco.
El soldado se recluta entre los ciudadanos, se atrae del extranjero por
402
CiriaCo Morelli
medio del salario; el soldado auxiliar viene de las naciones aliadas
y amigas. Cuando no viene espontáneamente, ¿puede ser conducido
por medio de salario bajo dominación amiga? Lo arma Bynkershoek
a menos que exista prohibición especial o juramento prestado a la pa-
tria. (Bynk., l. c. 1, 22). Hubiera hecho mejor en negarlo, salvo que el
príncipe amigo le conceda permiso. Esta es la opinión de Boehmer,
quien dice: «Puede suceder que, en virtud de un pacto o de una alian-
za, alguien pueda ejercer en territorio extranjero aquel derecho (el de
enrolar soldados). Se le resiste legalmente si quiere enrolar los solda-
dos sin previo permiso del dueño del territorio; y si los súbditos en-
rolan soldados sin autorización del imperante, se hacen culpables del
crimen de alta traición que los romanos consideraban como crimen de
lesa majestad.» (Boehm., ib., § XXV.)
Acerca de la manera de enrolar a los soldados el mismo autor agre-
ga: «El mejor sistema de enrolar a los soldados Dios lo enseña a los
príncipes cuando dice a los israelitas (Deuter. XX), que, en primer lu-
gar no se debe hacer entrar en la milicia a los que alejaría del cuidado
de los bienes familiares puesto que otros pueden hacer este servicio;
en segundo lugar no debe obligarse a engrosar las las a los que son
muy tímidos... En efecto, si el gobernante obliga a los súbditos a for-
mar parte de la milicia, no comete injusticia alguna, desde que todos
están obligados al servicio militar. Pero no siempre obra con pruden-
cia si intenta rechazar al enemigo, con soldados que lo son muy a
pesar suyo. Más aun, puede violar a menudo las reglas de la humani-
dad si obliga a ingresar en el ejército a aquellos que no son súbditos
suyos, o bien a los que son indispensables para la administración de
los bienes familiares. Si se observara todo lo que debería observarse
al hacer el enrolamiento de los soldados; si no se postergara su re-
clutamiento hasta el momento en que urge la necesidad; si se diera a
los soldados un estipendio suciente; si se tomara cuidado en que las
ciudades rebozasen de habitantes, no faltarían soldados. A causa de
estos inconvenientes con que tropiezan los gobernantes en su propio
territorio para el reclutamiento de los soldados, se recurre hoy a la
milicia mercenaria, de los Helvecios y Walones principalmente. A to-
dos los monarcas cuya autoridad, dice Heineccius, es menos severa y
más suave les gustos estos soldados mercenarios así como los prefería
Augusto por razones políticas, según se lo aconsejaba Mecenas como
lo reere Dión Casius. (Cas., Hist., 25.)
El autor anónimo del manual griego escribe lo siguiente acerca de
la antigua milicia romana: «Muy deseosa de aumentar y proteger el
imperio, Roma, desde su origen, puso toda su diligencia en no reclu-
tar a todas sus jóvenes para la milicia, en la cual incorporó también a
extranjeros. El reclutamiento de los soldados se hizo siempre con el
mayor esmero. Después de enarbolar en el capitolio el estandarte rojo,
403
ElEmEntos dE dErEcho natural y dE gEntEs
se convocaba al pueblo en el Campo de Marte durante treinta días,
y cuatro tribunas militares elegían a los ciudadanos idóneos para la
guerra. Eran idóneos todos los ciudadanos que tenían diecisiete años
y no habían cumplido aún cincuenta, a condición que no fuesen de es-
tatura baja y de temperamento débil. Se leían los nombres de los ciu-
dadanos en las tablillas de los censores a n de distribuir en legiones a
los que eran aptos. Concluidas estas operaciones, si el número de sol-
dados no bastaba para formar cuatro legiones se suplía a la necesidad
por medio de la convocación y reunión. Con este n, los reclutadores
iban en los campos y en las colonias y obligaban a la juventud más
robusta a que tomara las armas. Los que se negaban a hacerlo eran
conducidos a la cárcel; se saqueaban después sus bienes y cuando esto
no bastaba, los vendían como esclavos.»(Cap. 3, art. 1.) Esto era cos-
tumbre de la ciudad romana, pero enferma, como la llama Dionisio
de Halicarnaso quien dice al indicar la causa de esta enfermedad: «En
efecto el reclutamiento debía hacerse de un modo prudente; sin em-
bargo empezaron a obligar por la fuerza a los que no querían ingresar
en el ejército, no aceptaban excusa alguna, no perdonaban a nadie y
aplicaban cruelmente a los cuerpos y bienes las penas establecidas por
la ley» (Halicarn., apud Boehm., loc. cit.).
2. Como el derecho de guerra pertenece a la majestad, no lo puede
reivindicar sino el magistrado supremo. Sin embargo, en caso de in-
vasión súbita, de perturbación del orden, el magistrado que está en-
cargado de la administración de la ciudad o de la provincia, debe de
por sí, en cumplimiento del derecho y de su deber marchar contra el
agresor. Por eso Andonaego gobernador del Río de la Plata, cuando los
Tapenses le pidieron, por medio de un procurador, que les permitiera
rechazar a mano armada a los que habían violado las fronteras de su
provincia, les contestó: ¡Imbéciles que venís a pedir de tan lejos la
autorización para defenderos! Fue tanto más grande la estupidez que
los límites violados se encontraban de la residencia de este magistra-
do, a una distancia mínima de trescientas leguas españolas. Hubiera
sido más profunda aun la estupidez si el gobernador hubiese espe-
rado de Madrid el permiso de hacer la guerra, persuadido que solo
el soberano podía declarar la guerra, máxime cuando los que eran
enviados con el poder a las colonias transmarinas, solían tener amplí-
sima facultad para hacer la paz y declarar la guerra; a tal punto que
sucedió a menudo que se supo en España el n de una guerra antes
que su declaración. Por eso, cuando era inminente la guerra a causa
de Falkandia, pudo decir el rey Carlos que sin su orden el gobernador
de Buenos Aires había ocupado su trono; y con razón se preguntó por
los ingleses si la conducta de aquel magistrado se apoyaba en instruc-
ciones emanadas del soberano.

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR