Capítulo VIII - El plagio - Libros y Revistas - VLEX 1023484003

Capítulo VIII

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CAPÍTULO VIII
Cómo y por qué los plagios teatrales dieren de todos los demás.—Un asco
de Ugo Foscolo.—La claque y el pollice verso.—Un dístico de Rostand.—El
Trionfo d’amore,—De la novela al drama.—¿Dónde está el quid en los libretos
de ópera?—Precaución jesuítica.—Plagio de títulos.—Que la opinión de los
franceses y la de los suizos no están de acuerdo.—El Bel paese y las Farfalle.—
Un título de sección periodística bastante disputado.—Origen de un título,
cuyos dos tercios están en el Dante.—Tra un sigaro e l’altro.—Proximus tuus.—
El difeto xe nel manego.—Denición de los diccionarios.—Las bellas cabecitas
campesinas de Zessos.—Obligación, impuesta por una sentencia, de llevar
seis nombres.—Las tortas de ciruelas privan a un hijo de su madre. —Fenó-
meno aún más sorprendente, producido por el champagne. —Homonimia in-
vencible.—El eterno proceso del jarabe Pagliano.—Cómo un autor honrado
pasó por embustero.—Si son lícitos los pequeños hurtos.—El evole sciacquio
delta risacca.—Licencia concedida a la parvidad de materia.—Una estrofa
de Carducci y un pensamiento de Heine. —El epitao de Pananti en Santa
Croce.—Epigramas plagiados con franqueza.—La justicia es un terno de la
lotería. —Habladores y ladronzuelos.—Plagios imposibles.—Dos epigramas
históricos e implagiables.—Si en la parodia puede existir plagio.—El conde
Bacucco.—La venta del Fígaro.—Un divertido libro de parodias.—Más acer-
ca de las traducciones: cómo y cuándo son obras de arte.—El ruiseñor según
la ornitología moderna.—El ruiseñor según la ornitología antigua.
Para sorprender el plagio en cualquiera creación literaria concurren, y bastan,
solo tres factores: el escrito, el lector y lo que los juristas y calígrafos llaman piezas de
cotejo, o sea el escrito plagiado. De un cuento de tres páginas a una novela en tres
tomos, de un canto de pocas estrofas a un poema de cien cantos como el de Dante, el
procedimiento indagatorio se efectúa siempre de igual manera: entre el pensamiento
del autor y las facultades intelectuales del gran público que lee no hay nada que se
interponga; los recuerdos de la memoria obran libremente, las confrontaciones mate-
riales son fáciles de hacer, y si hay plagio se descubre más pronto o más tarde.
En las producciones teatrales la tarea es muy otra. Aquí los factores se mul-
tiplican, se descomponen, se transforman. Ante lo instantáneo de las impresiones,
Domenico Giuriati
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los tres pasan a segunda línea y parecen desaparecer. Sea cual fuere la obra creada,
se destina a la representación; y esta o la traiciona, o la desnaturaliza o la crea (como
suele decirse): el juez no es ya un lector, sino un espectador, un ser excitado, un
miembro de la multitud sugestionable1, inconsciente. Como las piezas de cotejo,
aun teniéndolas a la vista, andan entremezcladas con las ilusiones y confundidas
en los eclipses de la memoria, el proceso inquisitivo resulta bastante dicultado. El
fallo denitivo que el gran público pronuncia sobre la obra teatral ya no depende de
aquellos tres factores, sino de múltiples motivos extraños a ellos: de los artistas, de
las escenas, de los recitados. Puede armarse con Lucrecio que no basta señalar una
causa, sino que es preciso indicar muchas para comprender la verdadera:
Namque unam dicere causam
non satis est, verum plures, unde una tamen sit.
(L. VI, 704.)
Las circunstancias más extrañas al mérito del espectáculo deciden de su
suerte con mucha frecuencia. No exageró el jocoso libreto de Scaramuccia al incluir
entre ellas «un cristal que se rompe, alguno que interrumpe, un gato que sale afuera
al escenario entre los actores».
Basta lanzar al aire una palabra que mueva a risa o que se preste a una sig-
nicación equivoca, para que se hunda una obra maestra. Cuando la tragedia de
Foscolo titulada Ajace (Ayax) se representó por vez primera el 9 de Diciembre de
1811 en la Scala de Milán (¡entonces no se creía deslucir el aristocrático teatro con
la representación de una tragedia!) y se oyó hablar de los Salaminos, por la homo-
nimia de ese pueblo griego y los embutidos de carne de cerdo (salame), se armó
una batahola de mil diablos: cada vez que se profería la palabra Salamini, repetíala
medio teatro con mucho jolgorio2 y aquella noche nadie oyó la tragedia. Tal vez no
hubiera ocurrido lo mismo en Francia, donde la claque (alabarderos) orece desde
los más remotos tiempos. Esta es una institución (por si hay alguien que no lo sepa)
compuesta de individuos que sostienen el espectáculo con sus aplausos. Aplauden
tan bien, tan compactos, en su tiempo y lugar, que difícilmente se abre camino la
opinión contraria y, por el contrario, el buen éxito se asegura con facilidad. Su ocio
está incluido en los gastos generales de todo teatro, su conjunto tiene personalidad
jurídica, los contratos estipulados con la claque son valederos en juicio. No hace
mucho que la Corte de París declaró que, si las representaciones cesan antes del
término jado, el empresario tiene la obligación de pagarle la diferencia entre las
sumas exactas y las pactadas (sentencia fecha 5 de abril de 1900).
1 Palabra de uso corriente y que no s e halla en el Diccionario de la R . A. E„ a pesar de
existir en él lo s vocablos sugesti ón y su ges tio na r, pero no s ugesti ble, n i sugestivo.—(L.M .)
2 Esta palabra, muy usual, no está e n el Dicc. de la R. A. E.—Este pone holgorio y ad-
vierte que «suele aspira rse la hache» (pero ni aun en ese artículo qu iere decir claro
que todo el mundo pronuncia j ol go ri o) .—( L. M.)
El plagio
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Entre nosotros los italianos no valdrían semejantes convencionalismos; aquí,
más que en ninguna otra parte, las sensaciones de las muchedumbres son contagio-
sas. Conviene, pues, contar con el humor de estas, mudable y antojadizo. Y el humor
de los espectadores es un revoltijo de simpatías visibles y de pasiones malnacidas3
más temibles aún aquéllas que estas, porque un silbido puede levantar una protesta
de aplausos, mientras que un aplauso intempestivo dictado por la amistad más a
menudo determina una reacción de protesta. Item más: al primer aspecto parecerá
un absurdo pesimista, pero es harta verdad en la conciencia de todos, que para la
masa no hay goce intelectual más grato que sisear (léase mejor silbar) a un autor4.
Como es sabido, los antiguos saboreaban esta suprema embriaguez votando pollice
verso por la muerte del gladiador. En nuestros tiempos, de más blandicia y suavi-
dad, ponemos en nuestro gesto una civilidad un poco mayor; pero la substancia es
la misma, una substancia bestialmente cruel, que al más afortunado y aplaudido
dramaturgo de la generación oreciente, a Rostand, le hace decir: «Perdón para este
viejo mundo, de almas degradadas, donde los mejores son tan malos.»
Y Scipio Sighele, en la sexta edición de la Folla delinquente (La multitud delin-
cuente), hace observar también este fenómeno tan característico.
En medio de tanta balumba de elementos intrínsecos y extrínsecos, ¿quién
tiene probabilidades de sorprender en una representación un plagio? Y, por otra
parte, ¿en qué consistiría el plagio? Si me dicen que consiste en la identidad del tí-
tulo y del asunto, respondo que tanto el carácter de la creación teatral como el éxito
de esta, más que del título y del asunto, provienen de su desarrollo, del enredo, del
diálogo, del ambiente. Un mismo tema, que tratado de una forma cayó al foso, hace
la fortuna del autor que lo manejó después en una forma opuesta o sumamente
modicada. Alguna tramoya vieja, vestida de nuevo, recordamos haberse sostenido
victoriosamente lustros y más lustros en los escenarios italianos. Nadie ha pensado
nunca remontarse a los orígenes; y si alguno lo pensó, ninguno se ha atrevido a
echar en cara un plagio por ser justo y razonable que la identidad del asunto se des-
vanezca ante el mérito de su desarrollo, de la vestimenta elegante, de la novedad,
de la frescura, del arte. Ejemplo: el Trionfo d’amore de Giacosa, comparado con la
conocida fábula de Cario Gozzi.
La naturaleza misma de la composición dramática se presta a la multiplici-
dad de los episodios y, por consiguiente, de las imitaciones; pero cuanto más au-
menta su número tanto más disminuye su importancia. Así se borra fácilmente el
concepto del plagio en la reducción de una novela o producción teatral, porque la
3 No entiendo el criterio del Dic. de la R. A. E. Adm ite la palabra compuesta malinte n-
cionado, y no incluye malnacid o (de mucho uso).—(L. M.)
4 A los que van a los teatros, en no che de estreno, con el propósito de diverti rse en esa
forma o de hundir las ob ras de cualquiera del gremio, se les lla ma reventadores: y se
denomina currinches a los autorzuelos de piececillas. Ningun a de las dos palabras,
de uso corriente, se ha lla en el Dic. de la R. A. E.—(L. M.)

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