Capítulo VI
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CAPÍTULO VI
Distinción fundamental que debe hacerse entre falsicación y plagio.—Lo
que hay en una hoja de papel.—Denición peligrosa.—Características del
plagio.—Curioso atentado contra los derechos de autor, del cual fue vícti-
ma Cervantes.—Otro caso no menos curioso, al otro lado de los Pirineos.—
Exégesis y crítica de la ley italiana, que no denió el plagio.—Opiniones de
Rosmini, de Amar, de Foà.—Un criterio erróneo venido de Francia.—Ten-
dencias negativas de la práctica francesa en materia de plagio.—Cómo y por
qué ciertas condenas por plagio dictadas en Francia no trajeron consecuen-
cias.—La Lucrecia Borgia, de Felice Romani.—Vacilaciones al examinar una
sentencia de los tribunales de Francia, y motivos que determinaron la publi-
cación textual de la misma.—Una correría por el campo grafológico.—Error
estratégico en una defensa.—Increíble poderío del emperador Napoleón
I.—Los señores diplomáticos en la Convención de Berna.—Razones por las
cuales un fallo condenatorio francés no vulnera el buen nombre de un ilustre
italiano.—Que la materia del plagio es un campo libre político.—Autorizado
testimonio de Enrique Rochefort.—La justicia que protege, persigue.
Antes de conarnos otra vez al pérdo mar de la literatura y navegar entre sus
escollos, o sea entre los plagios, y de sorprender otras nuevas formas de ellos y des-
cubrir nuevas astucias con que se suelen practicar, conviene insistir un poco acerca de
las cosas hasta aquí expuestas, conrmar el concepto de las insuciencias legislativas,
darnos cuenta de las insidias multiformes que, además del plagio y la falsicación,
envuelven a los autores, y dar también una idea de las tendencias que prevalecen en
las magistraturas nuestra y francesa. Tiempo llegará en que tratemos más de propó-
sito sobre cada uno de los puntos; ya que nuestra labor es también una labor legal, al
menos, como suele decirse, para los no legistas. En el entretanto, toquemos de nuevo
los diversos temas, a semejanza de las óperas en que antes de levantarse el telón se
deja oír la sinfonía. Sin eso no nos parecería proveer a la diafanidad en la medida de
nuestras fuerzas, y quedarla patente o la falta de conclusiones o la consiguiente nece-
sidad de interrumpir el discurso para hacer alguna aclaración.
Ya fue emprendida felizmente la audaz expedición para descubrir las fuen-
tes del Nilo, empresa tan arrojada que entre los antiguos constituyó un proverbio
Domenico Giuriati
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lo de fontes Nili quaerere, como expresión de una dicultad insuperable. Por nuestra
parte creemos haber ido más allá de la última catarata en Assuán, con haber llegado
a probar que los legisladores en general no han sabido, querido o podido considerar
el plagio de otra manera que como un pequeño apéndice, una insignicante parte de
la falsicación. Pero ¿qué parte? ¿Alícuota o alicuanta?
¿Alícuota? Entonces el magistrado tendrá que considerar una escala móvil,
y regulándose por esta formar cada vez por su propio arbitrio el juicio acerca de
la delincuencia del plagiario; peligroso método por el que a un juez le bastará una
frase copiada, y para otro será insuciente medio volumen. Es como si en el título
referente al adulterio un código dispusiera que podrá considerarse culpable de ese
delito quien sienta el deseo de poseer a la mujer de otro.
¿Alicuanta? No faltan (y ya lo veremos) legislaciones que estatuyen que
la apropiación parcial de los escritos ajenos es punible cuando llega a una deter-
minada medida: por ejemplo, a una hoja de papel. Pero una hoja de papel no tiene
signicado. ¿De qué tamaño ha de ser? ¿Cuántas letras comprenderá? Una hoja
del Digesto italiano contiene la friolera de 62.000 letras, y por acionados que sean
los colaboradores a copiar, nunca llegarán a copiarlas todas; por el contrario, el
magníco volumen Ex libris, publicado en 1901 por la casa Hoepli, en edición de
300 ejemplares, de la misma forma, no creo que contenga 5.000 letras por hoja. Por
consiguiente, la medida legislativa es inane y, como quien dice, conduce al juez
por un camino falso. Llamado a pronunciarse en un asunto de falsicación parcial,
siguiendo uno u otro de los métodos legislativos para medir la parte, girará siempre
en un círculo vicioso, a semejanza de una ardilla, con perdón sea dicho.
No hace falta quebrarse mucho los cascos para poner en claro el motivo de
ese movimiento necesario e incómodo. El defecto estriba en la denición. Un delito
cualquiera es un acto existente por sí mismo y se dene en forma absoluta, no por
vía de comparación. No puede formar parte de otro delito más grave. Cuando se
le dene mediante un concepto de relatividad, el criterio del intérprete será inevi-
tablemente confuso. Y el magistrado mismo se quedará perplejo pensando en la
justicia de castigar aquella parte delictuosa1: si grande, se iguala al entero; si chica,
de minimis non curat Praetor. De aquí la consecuencia práctica de que la voz «plagio»
se evita en el mayor número de las legislaciones. Sin embargo (ya se demostró), el
plagio no puede contraponerse a la falsicación, ni estimarse desigual e inferior
a ella por el elemento subjetivo del dolo. Todo lo contrario. Hurtos son ambos, el
primero sobre la base de destreza y fraude, el segundo de falsedad. El plagio es una
falsicación intelectual, la falsicación es un plagio material. Pero esta, aparte de
las diferencias ontológicas ya manifestadas, que la hacen ser menos grave, acarrea
menores daños al querellante puesto que solo le quita provechos pecuniarios y le
1 Otra palabra, de uso corriente y necesario, que no está en el Léxico ocial del idioma.
Sin embargo, inse rta la voz delicto (por delito) que nadie usa, por más que ya cu ida
de llamarla ant icuada.—(L. M.)
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