El Estado como forma de autoridad - - - El Estado. Una investigación filosófica - Libros y Revistas - VLEX 976426764

El Estado como forma de autoridad

AutorHelmut Kuhn
Cargo del AutorProfesor de la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich
Páginas43-83
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EL ESTADO. UNA EXPOSICIÓN FILOSÓFICA
III.
EL ESTADO COMO FORMA DE AUTORIDAD
1. Autoridad y obediencia
El Estado sólo existe en cuanto realizándose: sus ciudadanos no son sólo par-
tes de un todo, sino qu e l o vi ven. Actualiza lo que ello s, como seres sociale s,
quieren para su comunidad. Su hálito de vida es el querer concertado de muchos.
Pero esa voluntad común, sin la que no hay comunidad, es en sí una mera potencia-
lidad insuficientemente articulada e incapaz de decisión.
Querer, en sentido propio —esto es: un querer que alcanza el culmen de la
decisión y se exterioriza como acción—, es asunto de uno; sin embargo, a modo de
aproximación, puede considerarse asunto de un grupo de personas estrechamente
unidas. Así, el individuo —o un grupo de individuos unidos entre sí por un consen-
so de opiniones fundamental— puede decidir por la comunidad más amplia. En la
decisión, el individuo o el grupo sostienen la pretensión de representar la comuni-
dad: recuérdese el modo de hablar del siglo XVII, hecho habitual por Shakespeare,
de nombrar al señor con el topónimo del señorío. Y pueden imponer su decisión
cuando se les ha dado el poder para ello, es decir, cuando ejercen el poder.
Todo orden político, se afirma, es un orden de autoridad, y quienes mandan
constituyen el gobierno, considerado órgano del Estado. Designamos con el térmi-
no «constitución» el tipo específico de gobierno, con lo que dejamos en principio de
lado el s entido más estricto del término: «la ley fundamental que define el modo de
gobiern o».
Denominamos «autoridad» a una relación de voluntad que rige entre perso-
nas: la relación entre quienes mandan y quienes obedecen. Oboedientia facit imperantem,
dice una afirmación de Spinoza1. Un gobierno deja de ser lo que es, si no encuentra
obediencia alguna. La obediencia propiamente sólo tiene lugar entre personas, en-
tre hombre y hombre, y en tre hombre y Dios. Sólo análogamente puede h ablarse
de obediencia del hombre a una regla o norma, de un animal al hombre, de una
mano a la voluntad. Sin embargo, el modo de pensar actual se cara cteriza por una
aversión a conceptos como obediencia y servicio: la obediencia es servil, nadie ha
de ser súbdito de nadie, y dado que en la democra cia tod os mand an, nadie en
realidad manda, y nadie necesita obedecer, a no ser a las leyes. Eso sí que se admite:
la obediencia a las leyes.
1Apud Hermana HELLER,Die Souveranität. Ein Beitrag zur Theorie des Staats- und Völkerrechts, Berlín-
Leipzig, 1927, p. 35.
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HELMUT KUHN
En ese rechazo del concepto de autoridad y, con él, del de obediencia, hay en
parte una confusión (que puede conducir a una capitulación izquierdista ante la
anarquía), y en parte una manifestación de justificada preocupación.
Autoridad de la ley y obediencia a la ley son palabras venerables. Bajo su
amparo se ha desarrollado la libertad griega y la romana, que si bien no era consi-
derada ni se desarrolló como libertad de todos, se convirtió en anticipo de la liber-
tad europea. La expresión «reinado de la ley» en boca de Píndaro 2 puede ser enten-
dida como símbolo. Sin embargo, rectamente entendida, la idea griega de nomocracia
no excluye la obediencia a los hombres: antes bien le presta su dignidad política.
Pues nomos o ley no es la regla abstracta de carácter imperativo —¿de dónde l e
vendría la autoridad?—, sino que es el mismo poder ordenador de l a comunidad,
poder vivo y fund amento del derecho. Ese orden, a su vez, reposa en un orden
absoluto y omnicomprensivo y es legitimado por él. Tras ese poder ordenador se
oculta no sólo la humana voluntad legisla tiva, sino que éste requiere además para
actualizar su decisión aquí y ahora, de la indicación, de la prohibición, del man dato.
Pues la ley, en cuanto tal, ordena o prohíbe acciones como ésas. Nunca dice: «haz
esto», «omite aquello». El legislador es tan persona como quien cumple la ley, y
ambos hablan de obediencia no como personas privadas, sino como representantes
legales de la comunidad y como instrumentos de la voluntad dirigida al bien co-
mún; dicho de otra forma: como órganos de un orden de poder, que, conforme a su
esencia —y como pronto se mostrará más clara mente3—, ha de ser también un
orden jurídico. Por ello conciencia de poder y conciencia de obediencia son en el
fondo lo mismo: ambas prosperan y decaen conjuntamente. La obediencia sólo es
servil en una relación no política o seudopolítica, esto es, despótica; en cualquier
caso, nunca más servil que el rechazo, por principio, de la obediencia. El siervo
rebelde en nada es mejor que el dócil.
Pero expresión de una preocupación justificada es también la idea de obedien-
cia. Pues cuanto más diversa es la dependencia del individuo respecto de los gigan-
tescos aparatos administrativos de la sociedad de masas, tanto mayor es la tenta-
ción para los representantes del poder estatal, incluso y principalmente en los ran-
gos inferiores, de hacer la obligación jurídicamente legitimada en pretexto de sus
privadas exigencias de poder. Y eso es cierto en primer término en los paí ses del
continente europeo, que ha pasado por la escuela de una triple experiencia política:
el absolutismo, la implantación de un ejército y la prepotencia de una burocracia
estamental cerra da. Cuando la sumisión, en el fondo apolítica, engend rada por
estas experiencias, se une a la angustiosa decisión de obedecer ciegamente, la pre-
tensión totalitaria de poder ha ganado la partida. Pero las objeciones no afectan a la
verdadera actitud obediente de un pueblo políticamente maduro.
Por lo demás la cuestión de cómo reconciliar obediencia con dign idad sólo
puede plantea rse correctamente rela cionándola con la cuestió n com plementaria
sobre la posibilidad de autoridad sin arrogancia. Así como la auténtica disposición
a obedecer espera la pretensión del mandato y la leg itima, así reclama obediencia
la legítima pretensión de la autoridad. De ahí que se pueda sensatamente dar la
vuelta al principio antes aducido: auc toritas facit oboedientiam. Mas el desarrollo de
esta idea tropieza con una paradoja que, como se irá viendo a continuación, se halla
en el fond o de toda estatalidad. Si se pone en tela d e juicio la persona de quien
2Fr. 48 (edición Tycho Mommsen).
3Cfr. más abajo, capítulo V.
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EL ESTADO. UNA EXPOSICIÓN FILOSÓFICA
manda, se nos muestra a plena luz un hecho ya conocido: el hombre, en raz ón de su
naturaleza, se muestra incapaz de su mayor misión, que in evitablemente le ha sido
impuesta. Se presume de quien manda que car ga sobre sus hombros la responsabi-
lidad efectiva del bien común de la colectividad. El servicio que sobre él pesa no es
un servicio como otros que cada uno presta, en cuanto ser social, a favor de sus
compañeros. La sobremedida de la carga exige una sobremedida de entrega hasta el
sacrificio de su personal felicidad terrena. Pues a ningún otro precio menor se le
ofrece la confianza que constituye la base de una obediencia libremente mantenida.
Pero puede preguntarse: ¿podrá encontrarse alguien capaz de tal sacrificio?
La pregunta es, como se sabe, ociosa. No ha n faltado nunca pretendientes al
solio del poder. La misión, que podría retraer, posee al mismo tiempo poderoso
atractivo. Para aclararlo hemos de aducir también, aunque no sólo ni en primer
lugar, la oportuni dad de enriquecerse. Nunca ni en parte alguna se ha podid o
separar limpia mente el poder de la propiedad. El fundamento propio del atractivo
reside más bien en un motivo que, al mismo tiempo, honra al hombre y le hace
temible: ahí, en esa ambivalencia, reconocemos la paradoja oculta en lo político.
Atrayente es, de una parte, la grandeza misma de la misión. Significa un desafío a
la cualidad humana que los antiguos denominaron magnanimidad. A ella se debe
el brillo que aureola las más nobles figuras de gobernantes de todos los tiempos, y
les es propia una capaci dad de sacrificio. Esta dimensión de la tarea es, d e otra
parte, la meta de la más alta ambición, y tanto se asimilan estas dos cosas profun-
damente diversas, que la humana capacidad de distinguir apena s puede trazar la
línea de demarcación con certeza. Y, sin embargo, la contraposición es tan clara
como la que media entre bien y mal. El magnánimo escoge la gran tar ea por ella
misma, lo que si gnifica, en razón de lo s h ombres a los que aprovech a. Por el
contrari o, el a mbicioso la escoge en razón d e su pro pia grandeza. Sucumbe al
embrujo de su propio encumbramiento: miles y miles confirman al poderoso por
medio de su seguimiento: es como un pueblo, como un mundo, como un Dios. La
autodivinizaci ón es la mayor parte de los casos la meta impensada y tácita del
ambicioso. En cuanto fuerza motriz, la ambición no puede dejar de ser considerada
en la vida política de la humanidad. Sin embargo, mientras cons truye, destruye al
mismo tiempo lo político apuntando hacia una desigualdad que suplanta la rela-
ción política por una despótica.
Sirva de ilustración un ejemplo que, por supuesto, como ocurre con todos los
ejemplos tomados de la historia, dice más de lo que exige el contexto. Viene a la
memoria la rela ción, conocida y siempre reiterada, entre César y Augusto. Como
todos los grandes patricios que, en la República, rivalizaron por el poder, César
estaba poseído por una ar diente ambición. Encendió el fuego de la guerra civil. No
retrocedió ante el denostado papel de un patricio demagogo. Sin embargo, su figu-
ra está aureolada por el brillo de la magnanimitas, de la magna nimidad, dignidad y
lealtad. Otro es el caso de su hijo adoptivo. Quizá pueda descubrirse la humanidad
de Octaviano en el c elo por vengar la muerte de su padre y bie nhechor. Por lo
demás, se presenta ante nosotros como la encarnación de una voluntad desalmada,
carente de escrúpulos, inhumana, que sólo conoce una meta: el logro y la consolida-
ción del poder. Pero Césa r murió como víctima del tradicional tiranicidio, mientras
que su her edero llegó a ser Augusto: déspota bienhechor y fundador de un imperio
curado de la enfermedad mortal de la guerra civil. El nuevo mundo que se configu-
ra bajo su Principado —Roma reconciliada con Italia, el orbe l iberado, el nuev o
despertar de la pietas, el despliegue de la dorada latinidad, el brillo de un mito del

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