El Estado democratico de la modernidad - - - El Estado. Una investigación filosófica - Libros y Revistas - VLEX 976426771

El Estado democratico de la modernidad

AutorHelmut Kuhn
Cargo del AutorProfesor de la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich
Páginas241-261
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EL ESTADO. UNA EXPOSICIÓN FILOSÓFICA
VIII
EL ESTADO DEMOCRATICO
DE LA MODERNIDAD
1. La madurez del Estado
El Estado es, en primer lugar, un orden de autoridad. Autoridad, políticamen-
te entendida , significa orientación de la voluntad de muchos a una acción común.
Pero la misma acción, en el momento de la prueba, sólo puede tomar cuerpo en la
voluntad de un individuo mediante la decisión responsable y vinculante para los
súbditos. Para los momentos críticos que pueden decidir sobre el ser o no ser se
cumple e l dicho homér ico: Uno ha de re gir. Por eso es la m onarquía l a más
pertrechada de las formas de gobierno. Por la misma razón, todas las demás formas
de gobierno han de incluir el principio monár quico como institución de emergen-
cia. Donde la autoridad parezca ser e specialmente necesaria, la auto ridad d e un
hombre es su forma más plausible.
La democracia quiere h acer participar en el poder a todos los ciudadanos y, en
época más reciente, a todas las ciudadanas. Quien participa del poder, aunque sea
en el modesto pa pel de quien emite su voto, puede imaginarse que no tiene sobre
él autoridad alguna. Dado que nadie, en este mundo nuestro, acostumbrado a la
libertad, quisiera ser dominado por otros, la democracia es la forma más plausible
de E stado allí donde la autoridad aparece lo menos necesario. Pues la democracia
está en el límite de la anarquía. Por el contrario, all í do nde l a n ecesidad de la
autoridad parece evidente, se muestra la democracia como un riesgo difícil y com-
plicado. Pero como en la historia las épocas de emergencia constituyen la regla y
no los tiempos de tranquila prosperidad, puede decirse, en general, que la demo-
cracia es una forma de gobierno extrema, difícil de idear y todavía más difícil de
actualizar. Sin embargo, es par a nosotros, hijos del siglo XX, un imperativo inelu-
dible. Al someternos a él no nos declaramos algo así como esclavos de la historia.
Antes bien, entendemos la democracia como la forma de madurez del Estado que
realiza su propia esencia y que se piensa como tal (en la Filosofía política). Pero que
esa plenitud tenga al mismo tiempo el carácter de un experimento extremo y teme-
rario, no nos parece una contradicción, a la vista de todo lo que hemos aprendido
sobre el Estado, sino una confirmación.
Quien quiera saber qué significa hoy la democracia no puede hacer nada más
desafortunado que traer a colación el «cuadro de constituciones», que nos es cono-
cido sobre todo a través de Aristóteles, y en base a ese panorama esquemáti co
preguntar si, al escoger la democracia, hemos elegido la mejor forma de gobierno.
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HELMUT KUHN
Pero en un sentido distinto y a pesar de la distancia en el tiempo, Aristóteles nos
puede servir de ayuda par a ilustrar nuestro problema. En la base de su exposición,
dirigida al tema, es decir, al orden político, hay una experiencia histórica, que se
manifiesta, dentro de la estructura sistemática de la teoría, en observaciones concre-
tas; y, a pesar de su profunda diversidad, esa experiencia es análoga a aquella que
nos sugiere el moderno ámbito político. Aristóteles no nos deja en duda de que
monarquía y aristocracia pertenecen al pasado, mientra s que en el mundo griego de
su tiempo la polis sólo podía existir bajo una constitución democrática, si bien con el
añadido de elementos de constitución no democrática. Por eso hemos de acentuar
una distinci ón, sólo insinuada por Aris tóteles, a fin de llegar a compren der la
democracia1.
Todas las formas imaginables de gobierno se estructuran en dos grupos, lla-
mando a uno «tradicional» y al otro «institucional, con la observación de que a la
distinción real corresponde una sucesión histórica: l as citadas en primer lugar son
«arcaicas», las formas del segundo grupo son maduras o modernas. La segunda
forma de gobierno, a su vez, se divide en un tipo «racional» y en otro «pasional».
Como ya lo dicen lo s n ombres, la primera cl asificación no tie ne por acaso un
sentido temporal. El principio mismo de clasificación es genético y remite al origen
de las formas diferenciadas: la una lo tiene en la tradición, la otra en la institución.
La primera, de la que ha de hablarse en primer término, está ahí incuestionablemente,
como si s iempre hubiera existido. Una tradición heredada de generación en genera-
ción santifica su existencia y oculta al mismo tiempo su origen. Al menos está en
una «oscura prehistoria», en aquella época de las guerras heroicas de la que provie-
nen la ancestral nobleza europea y la realeza europea. Tradicional en ese sentido es
el orden complejo de autoridad del feudalismo, como asimismo la simplificación
conservadora y la desfigura ción parcial de este orden en los dos siglos pre-revolu-
cionarios.
También en la s formas arcaicas de gobierno las relaciones de poder no son
simplemente despóticas, es decir, de estilo pre-polí tico. También en ellas actúa una
voluntad común. Pero se articula en decisiones políticas sólo en el espíritu de uno o
de pocos que detentan el poder de modo tradicional, es decir, por razón de heren-
cia. En los demás, en los súbditos, vive como un reconocimiento inarticulado de esa
autoridad. «El Estado existe en la medida en que es pensado». Este principio sigue
siendo válido sólo con una modificación: Es pensado por los soberanos en la medi-
da en la que disfrutan como preeminencia de la autoridad en el Estado, y reconoci-
do como un deber por los gobernados en la medida en que afirman sumisamente
un orden dado de autori dad. En razón de esta afirmación hay también para l os
súbditos, según las circunstancias, un gr ado eleva do o insignificante de libertad.
Pero se trata de una libertad garan tizada, no elegida, jurídicamente asegurada, pero
no autoafirmada y autodefendida. Por último, a pesar de la estructuración vertical,
se mantiene aquel grado d e igualdad de todos sin el que el Estado no puede ser ni
un orden de derech o, ni una comunidad de vida. La «benevolencia» del soberano,
es d ecir, su alegría con el pueblo y por el pueblo, es, por ello, el atributo política-
mente exigido. El absolutismo del siglo XVII y XVIII, que negó esa igualdad, cavó
su fosa y la de la forma tradicional de gobiern o. El símbolo de ese extrañamiento
aniquilador fue el trasla do de la residencia r eal a Versalles: la lejanía del soberano
y de su corte de París, capital del pueblo...
1Cfr. más arriba, III, 5, pp. 115 ss.

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