Sócrates - El hombre ante la justicia - Libros y Revistas - VLEX 1026145393

Sócrates

AutorGerald Dickler
Cargo del AutorAbogado en New York (Estados Unidos)
Páginas17-38
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El hombrE antE la justicia
sócrates
(399 antes de cristo)
Para una sociedad en la cual el vocablo “alma” no es muy oído, excepto
en domingos, y para la cual la palabra “verdad” ya no se escribe con letras
mayúsculas, Sócrates es una personalidad un tanto desconocida y extraña.
La santidad nos vuelve inquietos. Acostumbrados como estamos a los
diarios apaciguamientos impuestos para suavizar tensiones y molestias, nos
sorprende y desconcierta una persona que llegue hasta el extremo de rehusar
un compromiso con su conciencia, incluso en el trance de la muerte.
Juana de Arco se doblegó temporalmente a la pesadez de su expediente.
Hasta Jesús mostró en la cruz instantes de desfallecimiento: “Padre, Padre,
¿por qué me has abandonado?” Pero Sócrates se movió, imperturbable, en
una línea recta que le llevó hasta la cicuta; su manera de morir, no fue más que
una armación de lo que había sido su vida.
Esta vida la había dedicado a la lucha sin cuartel contra la hipocresía,
reinante en Atenas en el siglo V antes de Cristo. Su grito de guerra estaba
escrito en los muros del Templo de Delfos y rezaba: Conócete a ti mismo. En el
gimnasio, en el mercado o en los campos, él se empeñó siempre en demoler la
triste y débil noción que sus conciudadanos tenían de la naturaleza y la virtud,
dispuesto a desinar los balones de sus prejuicios y errores con la lógica de
sus inteligentes razonamientos. Utilizando un signo de interrogación como
guadaña, se dedicó a cortar de raíz las hipocresías y el pensamiento libre
que proliferaba en los huertos ajenos. En sus propias viñas, él cultivaba el
intelecto como planta milagrosa, afanado en el más amplio lanzamiento de la
verdad, a todos los vientos, sin ambición o cálculo de hallar para sus afanes
una recompensa material.
Aunque muy a menudo hablaba de cierta “voz interior” que guiaba sus
pasos, Sócrates no era hombre religioso, en el moderno sentido de la palabra.
La virtud que él trataba de inculcar a sus conciudadanos, no era una virtud
extraterrena; su objetivo era el bien positivo, recreado de este lado, de esta
ribera mundana del río Estigio. Un bien hallado y conseguido a través de la
razón y el discernimiento.
Apasionado de su misión, no dejó de perseguir sus objetivos con cierto
escepticismo y con un fondo pagano de amor hacia los placeres mundanos y
de la carne.
Nunca se mostró esquivo o retraído en el gran banquete de la vida. Más
allá de los sesenta años, no desdeñaba la compañía de hombres mucho más
jóvenes que él, aventajando en el ingenio y el discurso a otros que se tenían
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Gerald dickler
por superdotados. La edad jamás vino a nublar la apasionada visión de su
mirada hacia una bailarina bonita y joven, por ejemplo; aunque siempre tuvo
la celosa guardia de su mujer, la astuta Xantipa, de la que una vez dijo: “Elegí
a Xantipa, porque me dije a mí mismo que si conseguía avenirme con ella,
podría hacerlo ya por siempre con cualquier mujer.”
Llegó la fama a Sócrates antes de sus cuarenta años, fama que no disminuyó
ya en el curso de los años, ni siquiera cuando estuvo en las, como soldado
combatiente en la Guerra del Peloponeso. Quienes llegaban a reconocerle en
las calles de Atenas, difícilmente podían olvidar ya su cara de sátiro, sus labios
gruesos y sensuales, su barbilla y su panza de buen burgués, bajo la túnica
mugrienta. O los pies descalzos, en agrante contradicción con su acomodada
posición social y económica.
Por años y años, generaciones de maestros y profesores se han movido
en el círculo de sus pensamientos e ideas. Intelectuales como Platón; poetas
trágicos como Eurípides y Agathon; ricos y poderosos como Crito —que
ayudó mucho a Sócrates en el terreno económico—; y hasta políticos, que
vinieron a buscar el apoyo de su inuencia y su fama para lograr el ascenso
popular y un encumbramiento a las altas cimas del poder.
Alcibíades, por ejemplo. Este hermoso y poco afortunado genio militar
tenía apenas veinte años cuando Sócrates le salvó la vida en el curso de una
batalla. La admiración y la gratitud del guerrero hacia su salvador vino a
tomar luego una desviada forma de naturaleza homosexual hacia el viejo
Sócrates. Y aunque Atenas no se permitió condenar la naturaleza de estas
relaciones, Sócrates supo siempre contener el fuego de su impetuoso amigo,
distrayéndole con discusiones abstractas.
La carrera de Alcibíades es una auténtica paradoja. A los veinticinco años,
ya hombre adulto, había vivido la vida intensamente y casi doblemente, en
relación con otro adolescente cualquiera de su generación. Ciertamente, él
valía por dos en todos los aspectos. Fue el niño mimado de Atenas; un héroe,
al margen de cualquier error humano, según el juicio de sus conciudadanos;
un hombre que llevó en sus manos la antorcha del triunfo, tan alta como las
de la traición y el sacrilegio, a su tiempo. Después de conducir a su ciudad
natal a la gloria y la victoria en tierra y mar contra Esparta, se volvió de pronto
el sayo y fue a instruir a Esparta en la técnica de conquistar a Atenas. Era
capaz de pasarse una tarde con Sócrates discutiendo sobre el amor humano,
para pedir al día siguiente en la Asamblea la ejecución masiva de todos los
hombres de una ciudad conquistada o vencida. En Atenas vivía una vida
de lujo sibarítico. Después de irse a Esparta, decidió renunciar a todos los
placeres mundanos..., a excepción del amor de la reina, de quien tuvo un hijo.
Alcibíades halló muerte violenta en país extranjero. En Esparta. Atenas no
fue testigo de esa muerte. Y aunque él y Sócrates se habían separado largo
tiempo atrás, sus nombres siempre quedaron indisolublemente unidos en
la mentalidad de los jueces que actuaron en el juicio y sentencia contra el
lósofo.
Estaba en el poder el sangriento Critias, quien después de la derrota del año
404 (antes de Cristo), encabezó el gobierno marioneta de Atenas, implantando
durante meses y meses el reinado del terror y del hambre, con su llamado

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