Caso Openheimer - El hombre ante la justicia - Libros y Revistas - VLEX 1026228046

Caso Openheimer

AutorGerald Dickler
Cargo del AutorAbogado en New York (Estados Unidos)
Páginas367-419
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El hombrE antE la justicia
caso oPenheimer
(1954)
De acuerdo con los informes que se poseen, Harry S. Truman es un buen
jugador de póker y se habla de que hizo buenas partidas durante su paso
por la Casa Blanca. Este talento debía haberle sido de utilidad también
como Presidente, por la circunstancia de que una vez terminada la guerra,
según se sabe también, la tensión y la competencia entre el Este y el Oeste se
hizo en ocasiones alarmante, y tal competencia no se mantuvo en realidad
sobre las cartas reales que cada jugador tenía en sus manos, sino más bien
sobre la habilidad de saber contestar con un “bluff” al “bluff” del contrario,
adivinando siempre sus intenciones y actitudes reales.
El Mariscal José Stalin no poseía ciertamente ninguno de los vicios
convencionales; era incapaz de distinguir y diferenciar entre un as de corazones
y un tres de diamantes. Pero, a pesar de eso, se empeñó en una especie de
partida de póker diplomático con el Presidente americano, ya desde el primer
encuentro de ambos estadistas. Como la Historia nos contaría luego, Harry
Truman intentó entonces echarle un buen “farol” al georgiano. Pero falló en
su intento, y falló con cósmicas e imprevisibles consecuencias.
La escena se desarrolló en Potsdam; la fecha fue el 24 de julio de 1945. Ocho
días antes, Truman había recibido un mensaje cifrado, desde el lejano desierto
de Nuevo Méjico, en el que le anunciaban el nacimiento de la bomba atómica.
Su empleo contra Japón ya había sido decidido. Ahora, según Truman y
Churchill veían las cosas, a Stalin habría que darle una sucinta información,
sin abrir ni mucho menos, a los rusos, las puertas de una completa información
técnica.
Truman esperó hasta la terminación de una de aquellas sesiones de la
Conferencia, y luego, perezosamente, se acercó al Generalísimo. Después
de algunos comentarios intrascendentes, parece que manifestó a Stalin, en
forma indiferente, que “una nueva arma, de poder destructivo extraordinario
y fuera de todo lo conocido, acababa de ser descubierta”. Stalin pareció
complacido por la noticia, pero sin mostrar demasiada curiosidad por los
detalles. Entonces, Truman y Churchill se marcharon de aquella conferencia
frotándose las manos y felices de haber salido de ella con tanta facilidad y
soltura.
Nunca pudieron sospechar, ninguno de los dos, que Stalin no había hecho
más que mostrar un bien estudiado desinterés aparente por el reciente
descubrimiento. Tendrían que pasar varios años para que ambos llegaran a
saber que, a partir de 1943, los rusos empezaron y no dejaron ni un momento
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Gerald dickler
de recibir periódicos informes sobre aquella arma, por conducto de su Servicio
de Inteligencia. Y el primer “farol” (que ellos creían haber ganado limpiamente
a Stalin), les hizo pensar que al menos por muchos años, ellos iban a ser los
únicos poseedores de esta terrible arma decisiva. Un monopolio... que pronto
se transformó en desilusión y que vino a trastocar todos los planes militares
que América había hecho para la postguerra.
Inevitablemente, el despertar fue rudo y traumático, llenando todo el
ambiente de sospecha y temor. Y cuando se reveló que un puñado de espías
habían ayudado a descubrir los secretos militares de América, dejándola
descubierta por uno de sus ancos más vitales, toda la opinión clamó y
se alzó contra aquella negligencia, planicándose a partir de entonces la
salvaguardia de aquellos tesoros cientícos, con tanto o mayor celo que si
fueran oro molido. Se creó al efecto un cuerpo de agentes especializados, y se
les enseñó, aunque tardíamente, a ociar el apropiado ritual, en aquel ocio
que adquiría categoría de suprema urgencia nacional.
En la mayoría de los círculos cientícos la excomunión dada por el Gobierno
a J. Robert Oppenheimer, separándolo de toda actividad y servicio ocial, fue
considerado como el nadir de la exigencia de este pueblo americano por una
total y bien garantizada seguridad. Pero el caso es algo más que un espécimen
patológico de esta exigencia supersticiosa, casi, por una seguridad a ultranza.
Traía a primer plano el dilema que presenta el hombre de ciencia, en esta
nueva era que se inauguraba con la sión del átomo.
La explosión que puso al Japón fuera de combate, también apartó a
Oppenheimer de la circulación, a la edad de cuarenta y un años, uno de los
intelectuales más jóvenes y admirados por la opinión pública. Los periodistas,
con esa familiaridad que tienen para abreviar en los titulares de caracteres
gruesos los nombres y las circunstancias de sensación, le llamaron “Oppy”,
sencillamente, y en el transcurso de una sola noche, casi todos los niños de las
escuelas se enteraron de que “Oppy” venía a ser algo así como el padre de la
bomba atómica.
Las modestas y sencillas características de Oppenheimer, solo
contribuyeron a aumentar el brillo de su aureola. Su gura larguirucha,
vestida invariablemente con chaquetas deportivas, sus penetrantes ojos
azules, que parecían abstraídos y en contemplación de algún panorama ajeno
y extraño, su habla suave, la manera elegante de expresarse... todo contribuía
a presentarlo como la imagen del cientíco modelo, de última hora, especie
de Prometeo, cuyo genio había conseguido acortar y terminar nalmente con
el sangriento drama que suponía la continuación de la guerra, salvando al
mismo tiempo cientos de miles de vidas americanas.
Oppenheimer había sido, efectivamente, la pieza maestra e indispensable
en el desarrollo y realización de la famosa bomba, pero no por las razones
ampliamente divulgadas en la prensa. En los trabajos iniciales sobre los
problemas que presentaba la sión del átomo, sin duda había ayudado a la
solución de un considerable número de incógnitas, de tipo puramente teórico.
Pero no fue hasta el instante de ser llamado, apartándolo de su dedicación
académica, para encargarlo del laboratorio secreto de Los Álamos, cuando
su genio empezó a brillar a gran altura, como una rutilante estrella. Tenía
entonces treinta y nueve años. A su aislada meseta de actividades, en las
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montañas Jemez, de Nuevo Méjico, llamó a un equipo de renombrados
hombres de ciencia. Y bajo su dirección y supervisión, se creó sobre la marcha
un vasto complejo experimental, al que se suministró todo el material preciso
y requerido, sacándolo de donde fuera, en préstamo, en compra, en requisa,
entre los organismos, laboratorios y centros experimentales de todo el país. Se
pusieron a trabajar con verdadero afán, con actividad que dejó sorprendido
hasta al propio Jefe del Complejo Experimental, el general Leslie R. Groves,
perteneciente al Cuerpo de Ingenieros Militares. Con una dedicación total
y un gran desinterés, Oppenheimer se metió de lleno en la administración
de aquel negocio, investigando con minuciosidad las debilidades, caprichos,
aciones y puntos acos de aquel ejército políglota que había reunido a su
alrededor. Todo ello con la habilidad de un manager de una Compañía de
Opera. Por su cuenta, se dedicó a clasicar, probar, catalizar o criticar a todo
aquel personal, al tiempo que estimulaba la revelación y aplicación de todas
las ideas aprovechables. Su talento para decidir lo más conveniente en caso de
duda, la habilidad para estimular y animar a los descorazonados o escépticos,
valió de mucho para que todo el equipo se aplicara a un trabajo sin desmayos,
desdeñando los fracasos y fallos inevitables en la investigación.
Tal es el veredicto y la apreciación que de este hombre hicieron todos los
que con él habían trabajado. Era un batallador incansable, un colaborador
eciente siempre, un talento muy despierto, y al mismo tiempo un amigo y un
enemigo de todos y cada uno de ellos, según se presentara la ocasión.
Cuando en 1945 abandonó Los Álamos, su recortado pelo ya había tomado
un tinte grisáceo y al mismo tiempo su peso se había reducido a 120 libras.
Tenía la intención de reanudar sus actividades académicas, como profesor,
pero estas esperanzas se vieron pronto frustradas. Sus enciclopédicos
conocimientos sobre energía atómica, eran siempre citados en Congresos y
Conferencias. Además, estaba constantemente requerido por el Estado Mayor
y por el Departamento de Estado, de modo tal que más tiempo se pasaba en
Washington que en su puesto del Instituto Tecnológico de California.
“Los físicos han conocido el pecado”. Aquellas palabras de Oppenheimer,
pronunciadas con tristeza, tenían sin duda algún misterioso y doble
signicado. Por un lado, sí; habían logrado los cientícos desarrollar una
increíble y nueva fuente de energía, y la conciencia de los hombres de ciencia
se enorgullecía de haber podido dotar al hombre de este nuevo e inmenso
poder. Pero el nuevo y peligroso juguete había sido ofrecido a un mundo
que no estaba aún bien preparado para usarlo... Por otra parte, la aventura,
el descubrimiento, había acabado con la inocencia de los cientícos, que ya
habían dejado de ser, para siempre, hombres de gabinete y especulación
puramente teórica. La investigación y persecución de la verdad, ya no podría
ser vista y considerada como aventura sublime, de naturaleza intelectual,
trabajo desarrollado en la soledad del laboratorio y comunicado a grupos
iniciados en revistas de ciencia. Ahora, las actividades del hombre de ciencia,
habían pasado a la turbamulta del mundillo político; habían pasado al poder
temporal y ejecutivo, con carpetas selladas que decían “Top Secret” en la
parte alta. De estas carpetas, podía salir algo que hiciese volar por los aires,
atomizados, a generales y congresistas.

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