Carlos I - El hombre ante la justicia - Libros y Revistas - VLEX 1026163646

Carlos I

AutorGerald Dickler
Cargo del AutorAbogado en New York (Estados Unidos)
Páginas75-91
75
El hombrE antE la justicia
carlos i
(1649)
Dos semanas después que Carlos I fuera decapitado, John Milton dio a la
imprenta “La Condición de los Reyes y Magistrados”. En esa obra se toman
de Séneca los siguientes versos:
«No puede haber sacricio
más grato a los ojos de Dios
que la ejecución de un rey perverso e injusto»
En aquella obra aparecen, suavizadas por las licencias poéticas, todas las
circunstancias del proceso.
La generación de Milton había nacido y sido educada en el principio de que
un rey gobierna siempre por voluntad de Dios. Los más grandes y famosos
anglicanos de aquel tiempo —según Macaulay— habían sostenido contra
viento y marea, que ninguna crueldad, rapacidad, licencia o abuso por parte
de un rey legítimo, podía justicar la rebelión del pueblo contra su persona
y su poder.
Por el momento, Inglaterra estaba regida por hombres que, debido a la
victoria de las armas rebeldes contra el soberano, habían acabado llevando a
la horca aquellos sanos principios. El proceso de Carlos había contribuido a
destruir las más arraigadas creencias del pueblo en el poder real a excepción
de los más ardientes antimonárquicos. La ejecución del monarca había
conmovido, a pesar de todo, en gran manera, la conciencia de la mayoría de
los ingleses, dejándoles un amargo regusto de culpabilidad, como si todos
estuvieran implicados en aquella muerte sangrienta.
No era, pues, una mera casualidad la cita poética de Milton, en la que se
aventuraba la hipótesis de un “sacricio a Dios”. Para mayor claridad, sin
embargo, el autor debería haber subrayado que se trataba sin duda del Dios
de los anglicanos, no del Dios de los católicos, porque Carlos Estuardo había
sido sacricado al Dios de los disconformes.
Por el tiempo en que Carlos asciende al trono, en 1625, el Protestantismo
había proliferado en una profusión de pintorescas sectas. Ocialmente, tan
solo el credo anglicano era reconocido, pero su aceptación general no oscurecía
otras ramas de la creencia protestante. La austera Iglesia Presbiteriana de
Escocia, por ejemplo, se había establecido casi medio siglo atrás, y a pesar de
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Gerald dickler
los obispos anglicanos nombrados y reconocidos por la Corona en Escocia,
su autoridad se mantenía independiente y hasta cierto punto asistida y
poderosa. En la misma Inglaterra, el propio Carlos, cabeza visible de la Iglesia
Anglicana, tenía que contar siempre con el hueso duro de los católicos, que
formaban casi la cuarta parte de la población. Pero también había que tener en
cuenta a los presbiterianos, puritanos, baptistas, anabaptistas, antinomianos,
brownistas, independientes, seekers, ranters, milenarios, quinta monarquía
y una serie más, con otras denominaciones, que tenían sus ideas más o
menos heterodoxas acerca de la necesaria reforma espiritual. Y en última
instancia, fue precisamente el interés y el empeño de Carlos en imponer una
creencia uniforme y una práctica religiosa común lo que dio al traste con su
popularidad y su poder, determinando su irremediable caída.
Desde sus comienzos, Carlos se vio ya muy embarazado con la triste
herencia que le había dejado el bufón de su padre Jacobo I, una guerra
con la España católica y una armada que no era más que una caricatura de
aquella grandeza de los tiempos de Isabel. Las rentas de la corona habían sido
dilapidadas y malversadas alegremente por tres generaciones de cortesanos
crapulosos. La inación había alcanzado alturas impensadas. La libra había
perdido las tres cuartas partes de su valor en el curso de los últimos setenta
y cinco años.
En caso de haber tenido más fortuna militar y guerrera, Carlos habría
tenido también mejores vientos en el Parlamento, desde los primeros
encuentros. Según la opinión de las gentes, Jacobo había tardado demasiado
en enfrentarse al problema religioso, pretendiendo ignorar las luchas que
se desarrollaban en Europa desde 1618. La propia Reforma era un gran
peligro. España y Austria parecían a punto de asxiar el protestantismo en
Holanda y Dinamarca, las cuales habían acudido en ayuda y socorro de sus
correligionarios de Alemania y Bohemia. Carlos había conado y dejado la
suerte de Inglaterra, en lo tocante a los conictos europeos, en manos del
favorito de su padre, George Villiers, Duque de Buckingham, quien había
puesto siete navíos a disposición de Luis XIII, tan solo para que volviera sus
cañones contra los rebeldes protestantes franceses. Buckingham había sido
engañado. Pero esta explicación no conseguía calmar la irritación de los
ingleses, aunque Carlos hubiese tomado el partido de declarar que cualquier
explicación quedaba por debajo de la dignidad de un ministro real.
Los protestantes devotos empezaron a mirar a su rey bajo una nueva
luz, recordando que el joven monarca era, después de todo, el nieto de la
archipapista María de Escocia. Toda Inglaterra había visto con gesto atónito
la llegada de aquella novia de quince años, católica, hermana de Luis XIII, que
se llamaba Enriqueta María. A su llegada, trajo nada menos que la escolta de
un obispo, cuarenta y nueve prelados y alrededor de cuatrocientos sirvientes
adscritos a la fe de Roma. Y fue cosa generalmente admitida que aquella
especie de unión con la Francia católica, era la responsable de la debilidad de
las leyes en lo que tocaba a la represión del catolicismo.
Los dos primeros Parlamentos de Carlos, nada le dieron de positivo. Fueron
condenadas y censuradas las leyes de su política antipapista y también el
modo de conducir la guerra. Tan solo recibió una parte de las asignaciones
que necesitaba y había solicitado. En el momento de disolver su segundo

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