Marxismo, derecho y poder. Notas para un programa de investigación
Autor | Walter Mondelo García/Yoel Carrillo García |
Cargo del Autor | Profesor de Filosofía del Derecho. Universidad de Oriente/Profesor de Filosofía del Derecho. Universidad de Oriente |
Páginas | 325-357 |
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MARXISMO, DERECHO Y PODER. NOTAS PARA UN
PROGRAMA DE INVESTIGACIÓN*
Walter Mondelo García
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad de Oriente
Yoel Carrillo García
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad de Oriente
Y ciertamente, Céfalo, –le dije–, me complace
conversar con personas de edad avanzada [...].
Con verdadero gozo escucharía tu opinión so-
bre esto, puesto que te encuentras ya en esa edad que
los poetas llaman “el umbral de la vejez”: si lo decla-
ras período desgraciado de la vida o cómo lo calicas.
Platón
La República, Libro Primero
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Según cuenta Diógenes Laercio1 en uno de sus tratados, Protágoras de Abde-
ra, el célebre sosta griego, escribió: “de los dioses no sabré decir si los hay o no los
hay, pues son muchas las causas que prohíben el saberlo, ya la obscuridad del asun-
to, ya la brevedad de la vida del hombre”. Por este principio de su tratado, según
el propio Diógenes, lo desterraron los atenienses; sus libros fueron recogidos de las
manos de quienes los poseían, y quemados en el foro a voz de pregonero.
* Publicado origina lmente en Anuario de Filosof ía Jurídica y Social, no. 21, Sociedad
Chilena de Filoso fía Jurídica y Social, 2003, pp. 345-385.
1 Laercio, D., Vidas, opiniones y sentencias de los lósofos más ilustres, Ciencias Sociales,
La Habana, 1990, p. 237.
Walter Mondelo García / Yoel carrillo García
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Este ejemplo tiene innumerables paralelos a lo largo de toda la historia del
pensamiento humano y pone de maniesto uno de los temas recurrentes en los
anales de la losofía. Se trata de la difícil cuestión de las relaciones entre el poder
político (o una determinada concepción del mismo), por una parte, y de los lósofos
y la losofía, por otra.
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Los lósofos podrían ser incluidos, por lo que se reere a esta cuestión, entre
aquellos que, bien directa o indirectamente, legitiman (o contribuyen a legitimar
y/o justicar) el poder político en un momento y lugar determinados; los que son
críticos y descalican dicho poder; y los que no están interesados directa o indirec-
tamente en justicar o criticar a este (pero sus ideas pueden tener alguna relación
–positiva o negativa– con él).
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Esta clasicación resulta, como es obvio, bastante articiosa. Aunque no se
puede negar que a lo largo de la historia de la losofía pueden encontrarse algunos
ejemplos que podrían ubicarse bajo cualquiera de sus términos, o en un término
medio entre ambos extremos: de acuerdo con algunos aspectos del poder (o de una
situación concreta con respecto a este en determinadas circunstancias) y en des-
acuerdo con otros; tampoco se debe perder de vista que ello no dice nada sobre la
importancia, la novedad o la trascendencia de la obra de un autor concreto, e inclu-
so puede inducir a cometer un error de juicio. Son ejemplos que, en denitiva, no
deben conducir a aceptar de manera complaciente el hecho de que la losofía y los
lósofos se conviertan en servidores asalariados del poder político de turno. Porque
lo signicativo, lo que enaltece y consagra al lósofo, como dejó escrito Lessing,2
no es la aceptación pura y simple de la verdad ofrecida por Dios (o, en este caso, la
ofrecida por cualquier sucedáneo iluminado), sino seguir el camino –tortuoso, difí-
cil y, en ocasiones, intransitable– que conduce hacia esta: el camino de la búsqueda
sin término. Reriéndose seguramente a esta “especie” de lósofos, Diderot,3 en su
última novela Jacques el fatalista, puso en boca del amo de Jacques estas palabras:
“yo sé bien que se trata de una raza de hombres odiosa para los poderosos, ante los
cuales no doblan la rodilla; para los magistrados, protectores por profesión de los
prejuicios que ellos combaten; para los curas, quienes raramente los ven a pie de sus
altares [...] para los pueblos, en todo tiempo esclavos de los tiranos que les oprimen,
de los bribones que les engañan y de los bufones que les divierten”.
2 Lessing, G. E., “Acerca de la verdad”, en el volumen colectivo, ¿Qué es Ilustración?,
Tecnos, Madrid, 2002, pp. 65-66.
3 Diderot, D., Jacques el fatalista, Huracán, La Habana, Cuba, 2002, p. 70.
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Esto sugiere la posibilidad de entender la relación entre los lósofos y el poder
político como una cuestión de grados. Tal gradación, es decir, que exista mayor o
menor acuerdo o tensión entre los lósofos y los gobernantes en un determinado
momento y sobre aspectos concretos, depende de muchas variables. En la sociedad
y el pensamiento modernos, después de siglos de relaciones contradictorias, parece
haberse llegado a una coexistencia pacíca, una especie de reconocimiento mutuo
de zonas de inuencia exclusivas: la acción, reservada al poder, y la contemplación,
territorio de la losofía, un pseudo acuerdo que, por supuesto, no es más que una
manera de los políticos de evitar la crítica de los lósofos y para estos últimos “tra-
bajar” tranquilamente a la sombra del poder adoptando la actitud del avestruz ante
el peligro. De cualquier manera, si se concibe a la losofía como una guía para la
acción, para la transformación de la sociedad, el acuerdo pierde su sentido prístino
y los límites de los supuestos campos exclusivos de tornan borrosos –como en rea-
lidad debieran ser–. Por esa razón resulta tan provocadora y radical hoy como en
1845 la Tesis IX de Marx sobre Feuerbach: “Los lósofos no han hecho más que in-
terpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
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Rousseau se jactaba de que en su siglo, Sócrates, el primer mártir de la loso-
fía, no habría bebido cicuta. Eso podría ser cierto, pero la guillotina, ese vergonzoso
engendro de la invención humana, nació en su siglo. Él mismo, en su siglo, fue
víctima de persecuciones y de sórdidas maniobras –reales unas y otras imagina-
das– que lo obligaron a vagar por varios países de Europa. Lo que sucede es que
desde el poder se han inventado medios cada vez más sosticados para silenciar
u ocultar las ideas incómodas. Piénsese, por ejemplo, en el nivel de domesticación
y obediencia disciplinada que han alcanzado los principales medios de difusión
masiva a nivel global.
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Una cuestión diferente y, si se quiere, mucho más peligrosa, es que se reali-
ce la pretensión de Platón, expuesta en su célebre Carta VII, de que los lósofos se
conviertan en gobernantes o los gobernantes se hagan lósofos. Ello podría implicar
consecuencias desfavorables no solo para los demás lósofos, sino para cualquiera
que piense de manera diferente. Que un lósofo sea gobernante o un gobernante ló-
sofo puede tener como primer inconveniente que el sistema losóco que deenda o
adscriba el gobernante se convierta en la “losofía ocial”, en la losofía del Estado.
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La pretensión de cada lósofo ha sido siempre –o casi siempre– la de que su
sistema es el más adecuado, el sistema verdaderamente capaz de responder cohe-
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