3. Aparición de la moderna teoría de la soberanía - El concepto de soberanía - Libros y Revistas - VLEX 1027030870

3. Aparición de la moderna teoría de la soberanía

AutorFrancis H. Hinsley
Páginas37-80
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EL CONCEPTO DE SOBERANÍA
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APARICIÓN DE LA MODERNA TEORÍA
DE LA SOBERANÍA
La decade ncia del concepto romano
Roma transmitió l a concepción de la soberanía en la forma de imperium del
emperador sobre el imperio, como tantas otras cosas, a la Edad Media (directamen-
te a sus sucesores in mediatos en Bizancio , i ndirectamente a los homb res de la
Europa occidental). Pero a la caída del Imperio romano siguió en estas zonas —y
también en el islam, la tercera zona importante en que la unidad del mundo del
Mediterráneo se hallaba ahora dividida— el derrumbamiento de las normas de la
administración central romana y la victoria de una religión basada en la revelación.
Cada una de estas tres zona s fue durante largo período una comunidad singular en
algunos aspectos. Pero esta doble evolución produjo condiciones que hicieron difí-
cil, si no i mposible, el que los h abitantes de cualquiera de estas zonas continuaran
juzgando el poder político de su zona en forma de soberanía. La primera restableció
o trató de restablecer una multiplicidad de sociedades políticas. La segunda, aun
cuando con tribuyó a mantener cada zona como comunidad religiosa singular pese
a la existencia de sociedades distintas en su interior, estableció o trató de establecer
la ley de Dios sobre la ley de los hombres, restaurando el peso de una ley que no
era la de un cuerpo político.
De las tres zonas solo Bizancio escapó a estas consecuencias. Los emperadores
de Constantinopla pudieron mantener la noción de su soberanía sobre un imperio
unificado —una noción ahora purgada de las implicaciones constitucionales que tan
importante papel habían desempeñado en su concepción origi nal y su primer desa-
rrollo— debido a que heredaron ademá s la con tinuidad de la l ey d e Roma , la s
formas y los organismos del gobierno secular sobre una sociedad particular. Según
el alca nce de sus poderes, el emperador se había convertido en un a utócrata antes
del hundimiento de la estructura imperial en Occidente. Sus sucesores en el Imperio
oriental pudieron obtener el derecho del emperador a nombrar a su sucesor dur an-
te su propia vida y aun a reclamar de tiempo en tiempo algún der echo al trono
hereditario y familiar. Pero, en teorí a po r lo menos , el títul o del trono imper ial
permaneció electi vo dur ante toda la historia de Bizancio y la última fuente del
poder del emperador siguió siendo el consentimiento del pueblo. El emperador era
elegido por el Senado o por el ejército, ejerciendo los derechos delegados y hereda-
dos. La elección que proclamaba el ejército o el Senado era ratificada por la aclama-
ción del pueblo antes de que el electo fuera coronado. Y si la coronación la efectua-
ba el patriarca de Constantinopla, lo cual no era indispensable, éste actua ba no
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FRANCIS H. HINSLEY
como represen tante de la Iglesia, sino de los electores. Desde luego, una vez coro-
nado no existía ningún procedimiento constitucional por el que el autócra ta pudie-
ra ser destituido. Había una constante memoria de su origen constituciona l, sin
embargo, en el hecho de que el imperio mantuviera la práctica de exigir un jura-
mento del emperador a los electores y al pueblo por el que se obligó a gobernar
con justicia. Y sobre esta base se perpetuó además la tendencia romana a conceder
la lealtad al usurpador victorio so (el car ácter, según palabras de Mommsen, de
«una autocracia mitigada por el derecho legal a la revolución»).
Es cierto a demás que, una vez coronado, el emperador de Oriente se convirtió
en ministro de Dios tanto como en gobernante elegido por la sociedad. A par tir del
siglo IX el lado religioso del cargo fue exaltado añadiéndose a la ceremonia de la
coronación la unción por el patriarca con los santos óleos. Pero el sistema imperial
evitó que degenerase en una teocracia, principal consecuencia de la expansión de
una r eligión revelada, manteniendo no solo el elemento electivo del sistema roma-
no, sino también la tradición de Roma que hacía que el emperador fuese cabeza d e
la Iglesia. Si el emperador era gobernante electo antes de convertir se en regente de
Dios sobre la tierra, el sistema resolvía el problema de la Iglesia y el Estado supe-
ditando el jefe religioso al jefe civil: el mismo emperador nombraba al patria rca de
Constantinopla. Y mientras esto contribuía a consolidar su autoridad, la cristiandad
por su parte reforzaba su carácter de gobernante temporal al excluir su deificación.
A pesar de que los emperadores biz antinos cultivaron celosa mente la tradición
religiosa imperial de Oriente, y de lo que la cristiandad contribuyó a la sacraliz ación
del goberna nte, dichos empera dores no se divinizar on. A partir del si glo V el
emperador fue Imperator Dei Gratia, pero nunca se transformó en Divus Imperator.
Sobre la base de es tos elementos del sis tema romano precri stiano, en los
siglos que se extienden desde el traspaso del Imperio romano a Constantino pla
hasta la desintegración final de su poder a comienzos del siglo XIII, los emperado-
res orientales pudieron sostener la teoría de que eran gobernantes soberanos de
Bizancio. Ex tensos territorios fueron sustr aídos al gobierno de Bizancio por los
avances del islam, de los turcos y los eslavos. Al decaer el comercio y las comuni-
caciones, la intervención efectiva del gobierno central en la s provinci as restan tes
fue intermitente, y su autorid ad declinó rápidamente con el aumento de distancia
desde el centro. Pero aunque el gobierno imperial se resquebrajaba, y muchas veces
estuvo a punto de hundirse, seguí a sin embargo apoyándose en una burocracia. Si
la estructura del gobi erno volvía a ser en la práctica un «Estado segmen tado»,
retenía, empero, la perspectiva y el cuerpo de teor ía que había he redado del Estado
unitario de Roma. Así, aun cuando se concedieron feudos hereditarios —práctica
que se hizo indispensable en amplia escala, sobre todo en las fronteras del impe-
rio—, el gobierno procuró mantener la subordinación directa de cada fe udatario
evitando de este modo la jerarquía de vasallos independientes y subvasallos subor-
dinados característica del feudalismo europeo.
No sin razón , p ues, ya en el siglo XV lo s humanistas biza ntinos no solo
menospreciaban las filiaciones locales o provinciales, sino que se preciaban más del
nombre imperial que d el cristiano, llamándose bizantinos cuando no insistían en
apellidarse, lo que aún era más habitual, romanos .1 No andaremos muy equivoca-
dos si juzgamos que Bizancio persistió en su estructura singular de sociedad gober-
1D. J. GEANAKOPLOS,Greek Scholars in Venice(Harvard, 1962), p. 205; S. RUNCIMAN,Byzantine Civilisation
(1933), p. 29.
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nada por un Estado que len tamente iba decayendo pero que durante siglos se salvó
de la desmembración, aunque no de la pérd ida de vastos territorios, gracias a la
resistencia y al fundamento que heredó de Roma, y también a la constante amenaza
de los infieles y a su menosprecio de los bárbaros de Occidente. Sin embargo, si
volvemos a los infieles y los bá rbaros, al islam y a la cristiandad occidental, vere-
mos que el problema era dife rente. Estos ex perimentaban un hu ndimiento de la
unidad y la administración que predominó bajo el gobierno de Roma mucho más
grave que el de Bizancio. Paralelamente a su desorden político, o quizá debido a él,
experimentaban asimismo en todos sus efectos el impulso de la re ligión. Tanto es
así que el problema que surge cuando examinamos el carácter político general de
cualquiera de estas zonas de la Edad Media no consiste en decidir hasta qué punto
una sociedad estaba gobern ada por un Estado unitario singular. El problema estri-
ba en decidir si era una sociedad política singular, mantenida unida por un Estado
singular aunque altamente segmentado debido solo a que era también una comuni-
dad r itual singular, o si era una estructura aún más desarticulada (ni siquiera una
singular sociedad segmentada, sino un conjunto de comunidades políticas diferen-
tes de aquellas a las que la religión prestaba un vín culo común pero no político).
El islam medieval pronto desplegó las características de esta última clase de
estructura. Careciendo de una continuidad directa con la Roma imper ial y basándo-
se directamente en las conquistas y las conversiones de una religión, su autoridad
central inicial, el califato, perdió el dominio de España y de la parte occidental de
África del Norte a finales del si glo VIII; y d e Eg ipto, Creta y los territorios de
Arabia y del Este en el sig lo IX. A principios del sigl o X —tr as un intento de
compensar la pérdida del imperio geográfico transformándose, en sus territorios
persas, no solo en el caudillo de los fieles, sino también en el monarca absoluto de
sus súbditos a la manera de los antiguos emperadores persas— el califato se vio
despojado de todo su restante poder estrictamente tempora l y reducido a la mera
posición d e j efe religioso por el su rgimiento de imperio s c onquistadore s en la
misma Persia. Por otro lado —aunque con ayuda de la ficción de que podía existir
un solo califato para los distintos califatos que por entonces ha bía establecidos en
España y África del Nor te—, el islam siguió bajo la jefatura teórica de un califa
teocrático que de hecho no gobernaba.
Inicialmente el profeta se impuso pr edicando la superioridad del Dios único a
las diferentes costumbres tribales entre los árabes que solo conocían una clase de
gobernante: el jefe por consenso de una tribu o de una agrupación de clanes. En un
territorio en que la sociedad persistía en este estadio, y en que las tribus y los clanes
apenas eran afectados por la aparición y la caída de los emiratos conquistadores, las
doctrinas originales del profeta no perdían nada de su fuerz a. El islam constituía la
comunidad de Alá en la que solo Él era la cabeza del mundo, que gobernaba y
dictaba leye s, y e l pr ofeta era su portavoz y repres entante. Tras la muerte del
profeta solo el califa, como sucesor de Mahoma, sería la más alta autoridad, y ésta
no conocería distinción alguna entre la esfera espiritual y la temporal. Pero, puesto
que la muerte del profeta destruyó el único medio de conocer la ulteri or voluntad
de Alá y sus leyes cambiante s, el p oder supremo del califa se vio confin ado a
mantener las leyes recogidas en el Corán y en las palabras del profeta, y a expa ndir
el reino de estas leyes con la guer ra santa. No estaba facultado para cambiar las
leyes o para añadirles otras, ni su posición era lo suficiente firme para desarrollar
esta capacidad en relación con comunidades donde la mayor parte de miembros
juzgaban que el califa tenía autoridad solo cuando era confirmado en su cargo por

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