Libertad y poder social - La libertad en el Estado moderno - Libros y Revistas - VLEX 976415315

Libertad y poder social

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La Libertad en eL estado moderno
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liBertad Y Poder social
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Permítaseme recapitular lo esencial de mi argumentación. He ex-
puesto la opinión de que por libertad debe entenderse la ausencia de
restricciones a esas condiciones que, en la civilización moderna, cons-
tituyen las garantías necesarias de la felicidad individual. No existe
libertad sin libertad de palabra. No existe libertad si un privilegio es-
pecial limita los derechos políticos a una porción de la comunidad. No
existe libertad si una opinión dominante puede scalizar los hábitos
sociales del resto de los ciudadanos sin que estos estén convencidos
de que hay fundamentos razonables para tal scalización. En efecto,
ya he dicho que, desde el momento que la experiencia de cada hombre
es fundamentalmente única, solo él puede apreciar íntegramente su
signicando y nunca será libre a menos que se le permita proceder de
acuerdo con sus propias convicciones. El ciudadano entiende por ser-
vidumbre un desconocimiento de su experiencia, una negativa, por
parte de la sociedad organizada, a satisfacer lo que él no puede menos
de considerar la lección de su vida.
Pero es indudable que ningún hombre vive aislado, sino con otros
y en otros. Por consiguiente, su libertad nunca es absoluta, ya que el
antagonismo de experiencias distintas hace necesaria la imposición de
ciertas formas de conducta sobre todos nosotros para evitar que ese
antagonismo destruya la paz social. Hablando en general, esa impo-
sición es esencial a la libertad, ya que contribuye a aanzar la paz, y
la paz es la base de una libertad permanente. Por lo tanto, las prohi-
biciones que se nos imponen constituyen una tentativa de extraer de
la experiencia de la sociedad algunos principios de acción que deben
obligar a los hombres en su propio interés. Indudablemente, no po-
demos decir que todos los principios que impone un gobierno dado
son los que debería imponer. Solo podemos decir que algunos princi-
pios, por ser impuestos, están vinculados con la esencia misma de la
libertad. Tal es la paradoja del gobierno propio. Ciertas restricciones
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Harold J. laski
a la libertad aumentan la felicidad del hombre. En parte, lo liberan
de la dicultad de tener que volver a los primeros principios a cada
paso que da porque sintetizan para él toda la experiencia anterior de
la comunidad. En parte, también, impiden que toda oposición a un
deseo tenga por resultado un conicto y de esta manera le infunden
conanza y seguridad. En cierto sentido, el ciudadano es como un
viajero que llega a un poste indicador que señala muchas direcciones.
La ley lo ayuda indicándole a dónde lo conducirá una de ellas, por lo
menos, y le invita a presumir que esa dirección es también, o debería
ser, su punto de destino. Claro que esto no sucederá siempre. Para
que así sea, la nalidad de la ley debe ser al mismo tiempo la nalidad
del ciudadano y la experiencia que condensa no debe contradecir la
suya propia. En efecto, la existencia de esa contradicción signica que
podrá ser castigado, ya que, si el camino que ha tomado no es el de la
ley, a su término encontrará un policía esperándolo. Esto quiere decir
que debemos buscar los medios de llevar al máximo nuestra armonía
con la ley.
Intenté demostrar anteriormente que la magnicación de esta ar-
monía solo puede tener lugar cuando la substancia de la ley es elabo-
rada continuamente por medio de un amplio consentimiento. Me pro-
pongo examinar ahora ciertas condiciones esenciales que son las que
determinan si ese consentimiento puede ser obtenido. En otras pa-
labras, me propongo estudiar ese misterioso complejo de prejuicios,
juicios e intereses que llamamos opinión pública y descubrir en qué
condiciones es posible su adecuada relación con la libertad. En efecto,
si es válida mi argumentación de que la ciudadanía de un hombre es
la contribución que hace de su juicio ilustrado al bien público y que,
para él, una acción justa es la que se basa en aquel juicio, resultará
claro que el factor educación tiene una importancia decisiva. Un juicio
ilustrado es equilibrado y no impulsivo, esencial y no inmediato. Re-
presenta una conclusión a la que se ha llegado después de una tenta-
tiva de atravesar la apariencia supercial de lo que se presenta como
verdad. Es una decisión adoptada tras de haber reunido y examinado
pruebas, considerado tergiversaciones y desestimados prejuicios. Si,
por ejemplo, debo oponerme al Estado en un problema como el del
servicio militar, no debería hacerlo hasta haber estudiado rigurosa-
mente los hechos en los que se basan mis principios. Mutatis mutandis,
esto es cierto para todos los aspectos de la actividad social. Lo más
urgente es asegurarse de que los hechos en los cuales fundamento mi
acción sean válidos.
Ahora bien; el mundo de hechos que cada uno de nosotros debe,
considerar es difícil, complejo y enorme. Ninguno de nosotros pue-
de conocerlo por entero. Para conocer una gran parte de ese mundo,
quizá una parte fundamental, tenemos que conar en el testimonio de
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otras personas. Naturalmente, es de fundamental importancia que las
cosas que conocemos de esta manera estén de acuerdo con la realidad,
única fuente de un juicio correcto. Mi opinión acerca de las condicio-
nes de paz que debieron haberse impuesto a Alemania será una cosa
si creo que los alemanes consagraban sus ocios a crucicar inocentes
ciudadanos belgas, violar a sus mujeres y amputar los pechos de sus
hijas y será una cosa muy diferente si creo que los alemanes son más
o menos como todo el mundo, gente decente, simpática y respetable,
que reclama de la vida las mismas cosas que yo. Mi actitud respecto
a la nacionalización de las ruinas tendrá que depender fundamental-
mente, primero, de los hechos concernientes a la industria minera en
sí, y segundo, de los hechos relativos al resultado de la nacionaliza-
ción en otros campos. No puedo investigar por mí mismo los hechos
en que se sustentan la mayoría de los problemas que debo decidir.
En cierto modo, en algún momento, debo hacer un alto y decir: “La
información de este hombre, o el relato de este periódico, es algo en
que puedo conar”.
Precisamente porque la opinión depende de manera vital de la vera-
cidad de los hechos, muchos observadores han llegado a insistir cada
vez más en las relaciones entre la libertad y las noticias periodísticas1.
En efecto, un público no es libre si tiene que juzgar, no entre teorías
antagónicas que versan sobre el signicado de un grupo de hechos,
sino entre tergiversaciones antagónicas de algo que, del principio has-
ta el n, no es más que mitología inventada y poco edicante. Cosas
tales como el incidente del Maino, la masacre de Pekín (que nunca
ocurrió) o la carta de Zinovicv, pueden cambiar fundamentalmente
eso que Mr. Lippmann ha llamado acertadamente mi “estereotipo”2
del suceso acerca del cual debo formular un juicio. Desde el comien-
zo yo aporto a su interpretación una masa de prejuicios que tienden
a desgurarlo. Si se han preparado para mí “pruebas” que han sido
desladas a través del ltro de un interés especial, la desguración
podrá ser tan completa, al punto de hacer imposible todo juicio racio-
nal. El periodista inglés que inventó la palabra “dolo”3 contribuyó a
que innumerables miembros de las clases acomodadas de Inglaterra
se representaran a los desocupados como una masa de personas es-
quivas al trabajo, confortablemente perezosas y que deseaban a toda
costa vivir parasitariamente a expensas del contribuyente; el hecho
comprobado de que solo una fracción del uno por ciento elude real-
mente todo esfuerzo por obtener trabajo no ha conseguido desvanecer
a las mismas de ese estereotipo. Los diarios que pertenecen al Trust
1 Cf. el excelente análisis de Mr. Lippmann en Liberty and the News.
2 Cf. W. Lippmann: Public Opinion (N. del E.).
3 Expresión que alude a la distribución de subsidios entre los desocupados (N. del T.).

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