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Libertad de pensamiento

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La Libertad en eL estado moderno
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liBertad de Pensamiento
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Hasta aquí he tratado de mostrar que, por más importantes que
sean los mecanismos políticos de los cuales depende la libertad, ellos
no funcionarán por sí mismos. Para su aanzamiento es necesario que
en cualquier sociedad dada, exista la decisión de hacerlos funcionar.
La convicción de que todo menoscabo de la libertad se enfrentará
siempre con la resistencia de hombres decididos a repudiarlo cons-
tituye, en último análisis, la única salvaguardia real que poseemos.
Ello signica, como he admitido, que el Estado siempre debe afrontar
cierta penumbra de anarquía eventual, pero he sostenido que esto es
enteramente deseable, ya que el secreto de la libertad reside siempre,
en última instancia, en el coraje de resistir.
El aspecto más importante de esta atmósfera lo constituye, sin
duda, la libertad de pensamiento. El ciudadano persigue su felicidad
y en su opinión, el Estado es una institución que existe para hacer
posible esa felicidad. Como he dicho ya, el ciudadano juzga al Esta-
do por su capacidad de responder a las necesidades derivadas de las
experiencias que ha tenido. He armado también que esa experiencia
es exclusiva del individuo. Su cualidad predominante es su carácter
único. O es la suya propia o no es de nadie. Substituirla por la expe-
riencia de algún otro, aunque sea más vasta o más sabía que la suya,
cuando ello se realiza mediante coacción, signica negar la libertad.
Lo que el ciudadano, con absoluta legitimidad, espera del Estado es
que su experiencia sea tomada en cuenta para la elaboración de la po-
lítica gubernamental y que sea tomada en cuenta tal como él, y solo él,
puede expresarla signicativamente.
Resulta sucientemente obvio que, si la experiencia de un hombre
ha de ser tomada en cuenta, este debe poder manifestarla libremente.
Los derechos de hablar, de publicar, de llevar a la práctica dicha ex-
periencia de común acuerdo con otros hombres, son fundamentales
para la libertad. Si, en este dominio, un individuo se ve obligado a
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Harold J. laski
guardar silencio y a permanecer inactivo, se convertirá en un ser torpe
e incoherente, cuya personalidad no participará en la elaboración de
la política. En nuestro orden social, sin libertad de pensamiento y de
asociación, un hombre carece de medios para protegerse a sí mismo.
Podrá hablar injusta o torpemente; podrá asociarse con otros indivi-
duos con propósitos que detestan la mayoría de los demás hombres.
Sin embargo, sí se le niega su derecho a hacer estas cosas, se le niega
su felicidad, con lo cual deja de ser un n en sí para convertirse en
instrumento de los nes de otras personas. Tal es la condición esencial
para la perversión del poder. Una vez que hemos prohibido la liber-
tad de palabra, hemos prohibido la crítica de las instituciones sociales.
En tal caso, las únicas opiniones que se toman en cuenta son las que
coinciden con la voluntad de los gobernantes. El silencio es considera-
do consentimiento y las decisiones que son registradas como ley ree-
jan, no las necesidades totales de la sociedad, sino las necesidades po-
derosas que han logrado hacerse oír por los detentadores del poder.
Históricamente, el camino hacia la tiranía ha sido siempre allanado
por una denegación de libertad en este dominio.
Es mi deseo sostener aquí una doble tesis. En primer lugar, trataré
de demostrar que la libertad de pensamiento y asociación —ambas
están inextricablemente ligadas— es buena en sí misma y, en segundo
lugar, que su denegación es siempre un medio de preservar algún
interés especial y, generalmente, siniestro, que no podría sostenerse
en una atmósfera de libertad. Examinaré después qué restricciones
deben imponerse a este derecho y qué condiciones se requieren para
su máxima realización. Armaré, en particular, que todas las restric-
ciones impuestas a la libertad de expresión, con el pretexto de que sus
manifestaciones son sediciosas o blasfematorias, constituyen medidas
contrarias al bienestar de la sociedad.
La defensa de la opinión que arma que la libertad de pensamiento
y de palabra es un bien en sí, es muy fácil de hacer. Si la tarea de los
que ejercen la autoridad en el Estado consiste en satisfacer los deseos
de aquellos a quienes gobiernan, resulta obvio que los gobernantes
deban estar informados acerca de esos deseos y, como es natural, no
podrán estarlo verdaderamente a menos que la masa de hombres esté
en libertad de dar cuenta de su experiencia. Ningún Estado, por ejem-
plo, podría legislar adecuadamente acerca de la jomada de trabajo si
solamente los hombres de negocio tuvieran la libertad de emitir su
opinión sobre las condiciones industriales. Nunca podríamos dictar
una justa ley de divorcio si solo los matrimonios felices estuvieran
autorizados a expresar una opinión sobre sus términos. La ley debe
tomar en cuenta la totalidad de la experiencia y esta solo podrá ser
conocida si no se ponen trabas a su libre expresión.
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La Libertad en eL estado moderno
Mucha gente está dispuesta a aceptar esta tesis cuando se la formula
en general; mucha gente, también, retrocede ante ella cuando sus con-
secuencias son puestas de maniesto integralmente. En efecto, esta
tesis no solo implica el derecho a embellecer el presente orden social,
sino también el derecho a condenarlo con vigor y entereza. Un hom-
bre puede decir que Inglaterra o Norteamérica nunca serán genuina-
mente democráticas a menos que se establezca en ellas la igualdad de
ingresos; que la igualdad de ingresos nunca podrá ser establecida a
menos que se emplee la fuerza; que, por consiguiente, el camino hacia
una democracia genuina debe ser allanado por una revolución san-
grienta. O también puede argüir que la verdad eterna es de exclusiva
pertenencia de la Iglesia Católica Romana; que solo los métodos de la
Inquisición podrán persuadir a los hombres a que entiendan esto y
que, por tanto, el restablecimiento de la Inquisición constituye el inte-
rés más elevado de la sociedad. Estas opiniones parecerán odiosas a la
mayoría de nosotros y, sin embargo, representan las generalizaciones
de una experiencia que alguien ha sentido. Ellas revelan necesidades
que están tratando de obtener satisfacción y la sociedad nada gana
prohibiendo su expresión.
En efecto, nadie deja realmente de ser un comunista revolucionario
o un apasionado católico romano porque se le prohíba serlo. Como
resultado de dicha prohibición, su convicción de que la sociedad está
podrida en su base será sostenida más ardientemente, su búsqueda
de formas alternativas para expresar esa convicción se hará aún más
febril. El tenor no altera las opiniones. Por un lado, las robustece, por
el otro hace que una opinión sea materia de interés para muchos que,
de otro modo, nunca se hubieran interesado por ella. Cuando el De-
partamento de Aduanas de los Estados Unidos prohibió la entrada
de Cándido fundándose en que se trataba de un libro obsceno, no hizo
más que estimular la perversa curiosidad de millares de personas
para quienes Cándido nunca hubiera sido algo más que un nombre.
Cuando el gobierno británico procesó a los comunistas por sedición
en 1925, las informaciones diarias sobre el juicio, la discusión edito-
rial de su resultado, hicieron conocer los principios del comunismo
para innumerables lectores, quienes, bajo otras circunstancias, nunca
se hubieran molestado en informarse acerca de su naturaleza. Nin-
gún Estado puede suprimir el impulso humano hacia la curiosidad y
siempre existe un deleite especial, una especie de estímulo psicológico
en el conocimiento de la prohibición. Hasta hoy no se ha descubierto
ninguna técnica de supresión que no haya tenido el efecto de conce-
der a la cosa suprimida una difusión más amplia que la que hubiese
alcanzado por cualquier otro medio.
Pero este es solo el comienzo de la defensa de la libertad de pala-
bra. Las herejías que hoy podernos combatir serán las ortodoxias de

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