El ejemplo es siempre mas útil que el precepto legal - Primera parte - Cómo ganar juicios. Práctica forense en los tribunales de los Estados Unidos - Libros y Revistas - VLEX 976304086

El ejemplo es siempre mas útil que el precepto legal

AutorFrancis L. Wellman
Cargo del AutorAbogado del Foro de Nueva York
Páginas15-51
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Cómo ganar juiCios
Primera Parte
el ejemPlo es siemPre mas útil que el PreCePto legal
Por lo general se atribuye a Sócrates la frase: “La experiencia no puede
enseñarse”. La haya o no pronunciado alguna vez, lo cierto es que me parece
objetivo al cual todos deberíamos apuntar. Por supuesto, lo armo respecto de
los distinguidos y talentosos colaboradores que aceptaron enriquecer y hacer
posible la publicación de este volumen, contribuyendo con sus experiencias
procesales respectivas. Como ninguno conocerá lo que escriban los demás
hasta que no se haya editado la obra, el resultado será, no solo nuevo e
interesante, sino también extremadamente instructivo, aun para el lector que
no tenga más que un remoto interés en la materia.
Cuanto más viejos nos ponemos, más coincidimos en la convicción de que
la primera de las condiciones para triunfar en los tribunales es la experiencia
y siempre la experiencia.
Generalmente se considera que el mejor, y a veces el único camino para
lograrla, es el que atraviesa las salas de los juzgados.
Admito que pueda ser el mejor, y aún el más seguro, pero no es ciertamente
el único, porque si así fuese, el razonamiento concluiría en un círculo vicioso:
si damos por sentado que no hay éxito forense posible sin experiencia en los
tribunales, tendría que ser igualmente cierto que sin experiencia no se podría
lograr jamás posición alguna en los mismos.
Me propongo demostrar, a todo el que quiera seguirme, cómo puede
adquirirse una valiosa experiencia preliminar, en forma general, sin necesidad
de intervenir personalmente en la práctica activa de los tribunales, hasta que se
presente la ocasión oportuna para obtener también la experiencia procesal
misma.
Antes de llegar a una situación tal, que le permita aprender por propia
experiencia, todo abogado debe necesariamente prestar atención a las
enseñanzas de los que lo precedieron, quienes, gustosísimos —tal vez por
la única razón del deber profesional— expondrán sus propios fracasos y
triunfos en libros, conferencias, u otros medios, que les sugieran las ocasiones
que se presenten.
Cuando Rufus Choate, a los veinticuatro años hizo su primera aparición
ante los tribunales, se dijo que “era desde el comienzo mismo un maduro
abogado y jurista”.
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Francis L. WeLLman
A pesar del tiempo que llevo actuando en procesos, creo que la mayoría de
mis lectores no habrán oído hablar de mí, ni de mis rudas batallas judiciales. Y
me siento como obligado, desde un principio, a tratar de presentar mis títulos
habilitantes, tal como se exige a los peritos, antes de conferirles el cargo.
Hace algunos años, un joven abogado, de escasa experiencia —según
juzgo— estaba defendiendo en un proceso a un hombre amenazado con la
pena de muerte, y en su descargo alegaba la existencia de un suicidio y no de
un asesinato.
El médico que había intervenido, hombre ya maduro, llamado con toda
urgencia, tuvo que practicar rápidamente la autopsia. Como es corriente en
estos casos, el primer testigo de la causa fue el mismo médico, que debía
deponer sobre el cuerpo del delito y también, incidentalmente, sobre cuál era,
en su opinión, la causa del deceso. Informó sobre la autopsia practicada, en
forma reposada, sencilla y objetiva, agregando que, a juzgar por la trayectoria
recorrida por la bala en el cuerpo, debía descartarse la hipótesis del suicidio:
tal era su opinión.
Hasta aquí, el testigo se había limitado a su dictamen profesional. Era,
por otra parte, todo lo que de él se esperaba y se le requería. El defensor
del acusado vislumbró evidentemente la ocasión de formular una repregunta
ecaz; lo hizo con tan poca suerte que su primera proposición prácticamente
condenó a su cliente.
P. “Advierto, doctor, que en su declaración ha puesto cuidado en armar
que, según su opinión, debía descartarse la hipótesis del suicidio. ¿Quiere que
dejemos las cosas así, o está dispuesto a jurarlo como un hecho y no como una
simple opinión?” El médico contestó que, en materia de tanta importancia,
había preferido expresar tan solo una opinión, pero si fuese obligado a
responder a la pregunta del letrado se vería en la necesidad de descartar la
opinión y manifestar como hecho positivo, que de ninguna manera la víctima
habría podido disparar la bala mortal.
La situación creada por el abogado hacía casi imperativa otra repregunta.
Y en vez de proceder con cautela —todo lo contrario: metiéndose más en
honduras—, pretendió el pobre abogado disputar la capacidad del testigo
para dar su dictamen profesional, so color de falta de experiencia en la
especialidad. Y prosiguió así:
P. “Recuerdo, doctor, que declaró usted haber sido llamado a practicar esta
autopsia en circunstancias que usted mismo calicó de urgencia. ¿Es posible, a
lo mejor, que sea esta la primera vez que se lo llama para hacer una autopsia?”,
a lo cual el médico respondió: —“No, he hecho más”. P. “¿Jura usted haber
realizado dos autopsias antes de la que realizó en el caso de autos?” —“Sí”,
—dijo el doctor— “puedo armar que más de dos”. P. “¿Está dispuesto a
declarar que hizo cinco autopsias anteriormente?” Aquí (con toda malicia)
el médico abrió su mano izquierda, con los dedos separados, y procedió a
contarlos lentamente, uno a uno, con los de su otra mano, como si tratase de
recordar las autopsias practicadas con anterioridad, y para estar seguro de dar
una contestación exacta. El cálculo apareció visiblemente reexivo a la vista
del público; luego, mirando con satisfacción, dijo: “Sí, considero que puedo
armar con toda seguridad, haber practicado anteriormente cinco autopsias”.
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Cómo ganar juiCios
El abogado, en vez de detenerse, prosiguió, tratando de llevar al testigo
hacia alguna palpable exageración, y, con voz rme, le dijo: P. “Quizás esté
usted también dispuesto a jurar que ha practicado diez mil autopsias”. Esta
vez se evidenció la intención del testigo, de hacer caer en una trampa al obtuso
abogadito. Dudó un imperceptible instante y contestó con calma: “Bien, señor
letrado, creo que sí usted comprenderá; fui juez de instrucción en Berlín, durante
cuarenta años, antes de venir a este país.
Creo que si el aventurado principiante hubiese tenido ocasión de
preguntarme si estaba dispuesto a jurar que había practicado personalmente
diez mil autopsias mentales, le podría haber respondido en modo similar al del
venerable galeno alemán: “Bien, señor letrado, creo que sí, porque he actuado
intensamente ante los tribunales durante cuarenta años, antes de haber
contraído una enfermedad que no podrían curar ni todo el oro de África, ni
todas las drogas de Asia, ni todos los médicos del mundo: la vejez”.
A veces me imagino el éxito que habría obtenido si me fuese dado empezar
de nuevo, con ayuda de la vasta experiencia que hoy atesoro. Pero recuerdo
que alguien dijo: la naturaleza no parece tener interés en remendar zapatos
viejos; preere fabricarlos nuevos, para uso de pies jóvenes. Siento, entonces,
que debo contentarme con ayudar a estos pies jóvenes, para que puedan
caminar un poco más rme, recta y velozmente, con la esperanza de que
el éxito suscitará imitaciones. Es sabido que lo que se hizo una vez puede
repetirse con toda seguridad cien veces más.
Volvamos —haciendo una digresión— a la escena de la desigual
contienda entre el joven abogado, todavía sin sazonar, y el médico maduro
y bien sazonado. En realidad, el facultativo, al principio, había manifestado
solamente su opinión, y eso habría bastado para que el letrado arguyera, con
indudable efecto, que ningún jurado podría sentirse autorizado a privar a
un hombre de su vida, basándose solamente en una opinión, apoyada en la
única circunstancia de la trayectoria seguida por una bala dentro del cuerpo
humano que, como lo sabe todo el mundo, está lleno de huesos, tendones
y músculos, cada uno de los cuales podría haber desviado la dirección del
proyectil.
Y este argumento habría convencido al jurado, especialmente si se
acumulaban pruebas de algún trastorno nervioso en la víctima, provocado
por reveses económicos o domésticos, o de cualquier estado mental que
predispusiese a un hombre a quitarse la vida. Y esas pruebas existirían sin
duda en cualquier caso en que se alegase la defensa de suicidio.
Probablemente, el joven abogado de que estoy hablando, jamás oyó el
término “repreguntas mudas o, de haberlo oído, no apreció sus ventajas. Su
esfuerzo por desacreditar al médico tuvo el único resultado de calicarlo tan
bien, que al cliente le quedaban escasas probabilidades de vida después de
aquella fatal e irreexiva pregunta: —”¿Está dispuesto a jurarlo como un
hecho y no como una simple opinión?”
Serjeant Ballentine, uno de los más grandes procesalistas ingleses, en sus
“Experiencias” cita un ejemplo parecido que ocurrió también en un proceso
de homicidio: Un famoso abogado inglés, a instancia de su asesor, formuló
una repregunta cuya respuesta condenó prácticamente a su cliente. Ante el

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