Las principales causas criminalísticas de las sentencias erróneas - Parte primera. Sentencias erróneas en procesos por delitos comunes - La sentencia errónea en el proceso penal - Libros y Revistas - VLEX 976351147

Las principales causas criminalísticas de las sentencias erróneas

AutorMax Hirschberg
Páginas25-79
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LA SENTENCIA ERRÓNEA EN EL PROCESO PENAL
CAPÍTULO I
LAS PRINCIPALES CAUSAS CRIMINALÍSTICAS DE
LAS SENTENCIAS ERRÓNEAS
Establecido el método, procederemos, como primer paso, a exponer y
analizar una serie de casos ocurridos en Alemania, Estados Unidos, Inglate-
rra y Francia, que nos servirán de base para estudiar las causas más frecuen-
tes en la práctica de nuestras sentencias erróneas.
Dichos casos nos mostrarán que hasta ahora, en todos los países, los
descubrimientos de la criminalística moderna, sobre todo los relativos a la
inseguridad de la prueba testifical, a los peligros que encierra el reconocimien-
to, a la fa lta de crítica en la valoración de los dictámenes periciales, así como
a la superioridad de la prueba real, han penetrado poco en la práctica judicial.
De ahí que se dicten muchas sentencias erróneas que podrían evitarse con
facilidad atendiendo a las enseñanzas de esa ciencia. Consecuencias tremen-
das de su ignorancia son condenas a muerte o a largas privaciones de libertad
impuestas a inocentes.
En Alemania y en otros países tiene que ver en ello el exceso de trabajo y
la baja remuneración de los jueces de carrera. En los Estados Unidos se ha
comprendido la necesidad de hacer atractiva la judicatura a letrados capaces,
ofreciéndoles sueldos elevados, y la de evitar que los jueces estén sobrecarga-
dos de trabajo. Un juez que en una sola jornada debe resolver ocho, diez o más
casos, ya sea solo o asistido por escabinos, está mucho más expuesto al error
que uno de los reyes de la justicia que en Inglaterra y en los Estados Unidos
pueden dedicar a cada asunto el tiempo suficiente.
A un juez que debe dedicar las horas de la noche a confeccionar sus
sentencias, no le sobrarán luego ni tiempo ni energías para fa miliarizarse con
los descubrimientos de la criminología moderna. Los defe nsores muy atarea-
dos pueden, gracias a sus altos ingresos, emplear auxiliares en quienes des-
cargar las tareas de rutina, lo que les da tiempo para ampliar sus conocimien-
tos científicos. La mayoría de los jueces, en cambio, no está en condiciones de
hacerlo. La errada economía que se practica en la justicia es, pues, culpable,
en parte, del gran número de sentencias erróneas.
Sobrecargando la jornada de sesiones, se perjudica gravemente la cali-
dad del debate y de la labor de formación de la sentencia. Muchos jueces se
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MAX HIRSCHBERG
ponen nerviosos si en alguno de los casos fijados se «intercala» algún trámite,
ya sea porque el acusado solicita nuevas diligencias probatorias o presenta
nuevos documentos que por el apremio de tiempo no pueden examinarse de-
bidamente, mientras que afuera esperan su turno defensores y testigos de otras
causas. Todo esto sólo puede ser nocivo para el acierto del fallo.
Quien es atrapa do por el engranaje de esa justicia masiva de los llama-
dos ca sos pequeños, puede sufrir consecuencias tan aciagas como quien es
condenado en un juicio por jurados tras un debate prolijo y circunstanciado,
ya que para un hombre sin antecedentes penales una condena a cuatro sema-
nas de cárcel por estafa o desfalco puede ser mucho más demoledora que una
larga pena de presidio para un delincuente habitual. En lo que respecta al
esmero en la comprobación de los hechos, los juicios por jurados —bien enten-
dido que no me refiero a los pseudo-jurados que en 1924 estableciera, median-
te una ordenanza de emergencia,
el ministro de justicia Emminger, en reemplazo del jurado de doce miem-
bros— son preferibles para la buena formación de la sentencia. Las exposicio-
nes son más detalladas y tranquilas, porque los miembros del tribunal no
conocen los autos y deben ser instruidos sobre todos los pormenores. No obs-
tante ello, por razones que señalaré más adelante, soy de opinión que el tribu-
nal por jurados representa un peligro mayor para la buena formación de la
sentencia que el tribunal mixto compuesto por jueces de carrera y legos. Barnes-
Teeters1 llegan a la misma conclusión refiriéndose al procedimiento estado-
unidense. Pero tanto en ese país como en Inglaterra hay pocas posibilidades
de eliminar esos tribunales, afianzados por siglos de consagración constitu-
cional.
Las causas más importantes de las sentencias penales erróneas son las
siguientes:
1. La valoración no crítica de la confesión;
2. La valoración no crítica de cargos aducidos por coacusados;
3. La valoración no crítica de las deposiciones testificales;
4. El error en el reconocimiento;
5. La mentira como prueba de la culpabilidad;
6. La valoración no crítica de los dictámenes periciales.
Seguidamente habremos de exponer y analizar todas ellas sobre la base de
casos prácticos.
1. Valoración no crítica de la confesión
Para la mayoría de los jueces, la confesión es la prueba más contundente,
la regina probatio. Ya el Digesto (XLII, 1, 56) decía: «in iure confessi pro iudicat is
1Índice bibliográfico Nº 9, pág. 313.
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LA SENTENCIA ERRÓNEA EN EL PROCESO PENAL
habentur» [los confesos en juicio se tienen por juzgados], Y en la justicia penal
impera aún hoy la cándida idea de que la confesión es un acto de purificación
espiritual del acusado arrepentido, que capitula así ante el poder del órgano
punitivo, el Estado. Estos casos son sin embargo los más raros. E n el procedi-
miento estadounidense se pregunta al acusado, al iniciarse el juicio, si se
reconoce culpable (plead guilty). Si responde afirmativamente, no se procede al
juicio por jurados ni a la recepción de pruebas; el juez pasa sin más a dictar la
sentencia, que suele ser mucho más benigna que la que se dicta contra un
acusado que niega su culpa. Como se ve, son razones de conveniencia las que
llevan aquí al acusado y a su defensor a optar por la confesión. Para el caso de
Francia nos dicen Lailler y Vonoven2: «Por grandes que sean su moderación,
su imparcialidad y su tino, no podrá el presidente evitar que la confesión del
acusado se convierta en meta de sus afanes. La confesión es un triunfo».
La moderna criminología ha comprobado, sin embargo, que la valora-
ción no crítica de la confesión es peligrosa. La confesión sólo tiene pleno valor
si es lograda sin coacción física ni moral. Las obtenidas por vía de la violencia
o de la intimidación han conducido a menudo a la condenación de inocentes.
Forzar confesiones mediante torturas físicas o morales no solamente es repro-
bable, sino que también encierra un peligro para la correcta formación de la
sentencia. Los métodos que emplea frecuentemente la policía de los Estados
Unidos nos muestran que en ese aspecto estamos todavía lejos de haber supe-
rado la Edad Media. Esos métodos reciben el nombre de third degree (tercer
grado). Aunque la Corte Suprema ha declarado inválidas las confesiones obte-
nidas mediante torturas, en los interrogatorios policiales se las practica aún
en gran escala. El informe de la Wickersham Commission3señala pormenores
terribles sobre este punto. Otra prueba, documentada, de una confesión falsa
obtenida por medio de torturas físicas y morales nos la da el caso siguiente:
Caso Nº 1 (Sheeler)4:El 23 de noviembre de 1936, en Filadelfia, Pensilvania,
el oficial de policía James T. Morrow fue muerto de un tiro por un delincuente
armado. Como ocurre siempre cuando la víctima es uno de los suyos, la poli-
cía extremó los esfuerzos pa ra prender al culpable y lograr su confesión.
Primeramente se detuvo a un tal Joseph Broderick, quien el 9 de diciem-
bre depuso una confesión escrita. Llama la atención que nunca se le inició
proceso. El 17 de mayo de 19 37 confesó ser autor del crimen George Harland
Bilger, sujeto que tenía antecedentes penales. Afirmó que un oficial de policía,
Alfred Gebhardt, lo había secundado al cometer el delito. El 24 de junio de
1937 tuvo lugar e l plenario contra Bilger, quien, en su defensa, alegó ser
inimputable. Los miembros del jurado no lo consideraron así, declarándolo
culpable de homicidio. Pero en vez de condenarlo a muerte, el juez Me Devitt,
2Índice bibliográfico, Nº 107. pág. 1 47.
3Report on Lawlessness and Enforcement, Government Printing Office. Washington DC, pág.
93 1.
4Expuesto por FRANK, índice biblio gráfico Nº 45, págs. 16 y sigtes.; mencionado también por
BARNES-TEETERS, índice bibliográfico Nº 9, pág. 252.

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