Capítulo III: El ejercicio del poder en el estado. Las reformas de gobierno - Primera parte - Derecho constitucional e instituciones políticas - Libros y Revistas - VLEX 976805953

Capítulo III: El ejercicio del poder en el estado. Las reformas de gobierno

Páginas104-148
104
GEORGES BURDEAU
CAPÍTULO III
EL EJERCICIO DEL PODER EN EL ESTADO. LAS
FORMAS DE GOBIERNO
La Constitución de termina las formas de ejercicio del Poder en el Estad o.
Estas formas son múltiples y varían de un Estado a otro. Sin embargo, es posible
inferir algunos grand es pr incipios a l os cuales responden todas y que permiten
establecer entre ellas una clasificación. En e ste aspecto sobresalen dos puntos de
vista: el del fundamento del poder de los gobernantes y el de la for ma en que se
reparten entre ellos las funciones estatales. A partir de estas dos concepciones, que
se refieren, una a la soberanía, y la otra a la separación de poderes, pueden conce-
birse diversas formas de gobierno según la solución que dan a los dos grandes
problemas de la organización política del Estado.
SECCIÓN PRIMERA
EL PROBLEMA DE LA SOBERANIA
El punto de vista jurídico y el punto de vista político
Tradicionalmente los autores, al abordar el problema de la soberanía, distin-
guen la soberanía del E stado y la soberanía en el Estado. Pretenden así separar dos
problemas: el de los caracteres del poder estatal y el del detentador de la autoridad
suprema dentro del Estado. Este método es discutible, pues puede conducir a confu-
siones lamentables. Sabemos, en efecto, (vid. supra) que, entre los aspectos del fenó-
meno del Poder en el Estado, el poder estatal y e l soberano son dos cosas distintas.
El empleo del a djetivo soberano se presta a confusión; se dice que el poder estatal
es soberano, y finalmente al lado del soberano en el sentido estricto de la pa labra
se colocan otros poderes soberanos que no son necesariamente los del soberano. En
realidad la cuestión no puede aclararse si no se admite la autonomía de los dos
términos, el adjetivo soberano y el sustantivo soberano. Tomada como adjetivo, la
palabra soberano designa una cualidad del Poder, que, en el orden de su competen-
cia, no depende de ninguna autoridad superior. Este poder soberano puede ser el
del Estado o el de sus órganos; la ley del 24 de mayo de 1872 dice, por ejemplo, que
«el Con sejo de Estado decide soberanamente sobre los recursos en materia conten-
cioso-administrativa». Muy distinto es el significado de la palabra soberano toma-
da sustantivamente; designa entonces al detentador de la fuerza política suprema en
el Estado (v id. mi libro Le Pouvoir politique de l’Etat, p. 434). Es evidente, en estas
condiciones, que se puede hablar de la soberanía del Estado sin prejuzgar de ningún
modo la determinación del soberano.
105
DERECHO CONSTITUCIONAL E INSTITUCIONES POLÍT ICAS
En definitiva, el problema de la soberanía en el Estado se remite al de saber
quién tiene el derecho a mandar. Se puede responder de dos formas, desde un
punto de vista estrictamente jurídico o desde un punto de vista político.
Jurídicamente, es evidente que el poder de mandar pertenece a los individuos
que están regularmente investidos de él por la Constitución. Sus decisiones son
válidas y obligan a los gobernados por el hecho mismo de estar tomadas conforme
al orden constitucional en vigor. Se ve en seguida que se trata de una legitimidad
exclusivamente formal. No carece de interés, pues lleva a reconocer una presunción
de regularidad de la actividad de los gobernan tes. Pero no basta, pues no r esponde
totalmente a la pregunta de cuáles son los hombres a los que conviene investir del
derecho de mandar.
Por eso hay que tomar posición políticamente, es decir, determi nar el asiento
de la soberanía, a ntes que todas las modalidades de su ejercicio. No se trata de saber
cuáles son las soluciones aportadas por el derecho positivo, sino de indicar dónde
se encuentra originar iamente el derecho a manda r. Es el problema de la legitimi-
dad política.
Delimitación del tema tratado
La amplitud del debate que se origina, la puesta en duda, por las doctrinas
políticas modernas, de las respuestas que se podrían considerar admitidas, llevan
naturalmente a excluir su examen del pequeño espacio que abarca un manual. Es un
problema demasiado profundo para consagrarle sólo unas consideraciones superfi-
ciales, demasiado cambiante para reducir sus d atos a algunas noticias arbitraria-
mente elegidas, y demasiado impregnado de pasiones para ser útilmente objeto de
un examen l imitado.
Hay, sobre todo, un aspecto esencial de la cuestión que no podría ser aborda-
do aquí. Es el de la justificación misma de la soberanía. Esta pregunta es, sin embar-
go, de capital importancia, pues, si se admi te que la autoridad se fundamenta en la
idea misma de la sociedad cuya función activa ejerce de alguna manera, hay que
concluir que trasciende a todas las formas que reviste, a todos los actos que ordena
y a todos los instantes en que se manifiesta (vid. Delos, Qu’ est-ce qu’ u ne société?
Sem. soc. de Francia, 1937, p. 213). Convendría justificar primero esta autoridad, antes
de inda gar en qué medida puede ejercerla el so berano.
Se podría most rar igualmente que el cuer po social, que reposa en últi ma
instancia en la razón, no está constituido por una voluntad imperativa, sino por una
misma preocupación de conjunto por el bien común, un querer parecido que expre-
sa una identidad de naturaleza. De ello resulta que el orden no se impone desde el
exterior, sino que brota de la aspiración de las conciencias individua les y que, por
consiguiente, tiene como condición la libertad de las conciencias que lo conciben.
De tal examen se derivan enseñanzas útiles para la razón de la búsqueda de un
titular de la soberanía.
Sin entrar en debates de orden metafísico, la afirmación de que la soberanía
reside en el pueblo la suscriben sin precisarla demasiado (nos cuidaremos de ello
al analizar los regímenes polít icos contemporáneos) todas las doctrinas políticas
modernas; lo que supone afirmar de nuevo que no h ay Poder legítimo si no es
instituido por la colectividad que rige. Es decir, que las teorías teocráticas de l
origen de la soberanía, hoy en dí a, sólo tienen un interés teórico. No nos reten-
106
GEORGES BURDEAU
drán, pues, mucho tiempo. La soberanía del pueblo, al contrario, es un principio
generalmente admitido.
Pero la coincidencia no va más allá de manifestar una deferencia, a menudo
meramente externa, con respecto a los derechos del pueblo. Cuando se trata de
saber de qué manera está la soberanía en el pueblo y qué cons ecuencias conviene
sacar para organizar el gobier no, las co ncepciones se oponen irreductiblemente.
Entre éstas hay una a la que se debe prestar atención, no porque sea la más exacta,
sino porque durante medio siglo ha sido la concepción francesa clásica , y ha sido
adoptada por casi todos los Estados del mundo. Por otra parte, la precisión de la
construcción doctrinal de que ha sido objeto ha hecho de ella una n oción científica-
mente utiliz able, hasta el punto de que es con re lación a ella como las demás
doctrinas presentan su originalidad. Esta concepción es la de la soberanía nacional.
1. Las teorías teocráticas de la soberanía
Estas teorí as ofrecen todas un rasgo común, asignar al Poder un fundamento
divino, pero se diferencian según el mar gen que conceden a la Providencia en la
designación del sobera no. Esta diferencia es capital, pues mientras cierta doctrina
teocrática (la teorí a del derecho divino sobrenatural) es absolutamente incompati-
ble con la idea de una soberanía del pueblo, la otra explicación providencial del
Poder (la tesis ortodoxa de la Iglesia católica) puede en cierta medida conciliarse
con ella (vid. J. Touchard y otros, Hist. des idées politiques, 2.a ed., t. I).
La teoría del derecho divino sobrenatural
Según esta concepción, Dios no sólo ha creado el Poder, al establecer la socie-
dad de tal forma que la autoridad es condición necesaria para su conservación, sino
que también interviene para designar a l agente de ejercicio de la autoridad. Es la
Providencia quien, en un país determinado, ha conferido el Poder a tal persona o a
tal dinastía.
Esta tesis fue la de la monarquía de derecho divino tal como se encuentra
enunciada en las Memorias de Luis XIV. Es también, en el siglo XVIII, la doctrina de
los protestan tes, quienes, salvo Jurieu, admiten que el Príncipe recibe su autori dad
directamente de Dios. Esta actitud de ¿alvino, de Jean de la Taille, Saumaise, de
Plessis-Mornay oculta, en realidad, una máquina de guerra destinada a combatir la
autoridad pontificia. Por eso el cardena l Bellarmino reprocha a los Reformados el
adular a los reyes «haciéndoles creer demasiado», y el cardenal Stapleton les acusa
de dar al César no sólo lo que es de él, sino también lo que es de Dios.
Esta teoría, que sobrevive en el preámbulo de la Car ta de 1814, ya no tiene
hoy a lcance práctico.
La teoría ortodoxa de la Iglesia*
Ninguna teoría ha sido más fecunda en interpretaciones erróneas, y, sin em-
bargo, la enseñanza doctrinal de la Iglesia no ha variado: tal como la expon ía San
Pablo y la comentaron San to Tomás y Suárez, así sigue hoy siendo profesada por
los Papa s (vid. Encíclica Diuturnum, 188 1). Puede resumirse así: la sociedad, que es
necesaria par a el h ombre, no puede subsistir sin un princi pio organizador que
*Vid. Lacour-Gayet, L’éducation politique de Louis XI V, 1923, p. 2 11.

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR