Capítulo II: La constitución - Primera parte - Derecho constitucional e instituciones políticas - Libros y Revistas - VLEX 976805946

Capítulo II: La constitución

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GEORGES BURDEAU
CAPÍTULO II
LA CONSTITUCIÓN
Concepción jurídica y concepción política
Puesto que el Estado procede de la distinción entre el Poder y sus agentes,
todo Estado tiene, necesariamente, una constitución. En efecto, puesto que los go-
bernantes no usan sus prerrogativas en virtud de una cualidad que les es propia,
sino que les son delegadas, tienen que ser designados e investidos según un estatu-
to. Las reglas relativas a este modo de designación, a la organización y al funciona-
miento del Poder político forman la constitución del Estado. Esta es el cana l por el
que el Poder pasa de su titular: el Estado, a sus agentes: los gobernantes.
Pero, al lado de esta definición neutra de constitución, existe otra que la ideolo-
gía de la Revolución de 1789 ha contribuido a extender y que asimila la constitución
con una cierta forma de or ganización política: la que garantiza las libertades indivi-
duales trazando unos límites a la actividad de los gobernantes. A esta co ncepción
responde la fórmula de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
de 1789-1791: «Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada
ni la separación de poderes determinada, carece de constitución» (a rt. 16).
Indudablemente s e trata de la afirmación de una preferencia política y no de
una definición objetiva de constitución. Un Estado puede perfectamente estar go-
bernado del modo más absolutista, y no por ello carecer de constitución. El equívo-
co voluntariamente mantenido por la doctrina revolucionaria ha tenido, sin embar-
go, una importante consecuencia. La de introducir en la terminología del Derecho
público la expresión régimen constitucional para calificar una forma de gobierno en
la que las prerrogativas del Poder están limitadas (vid. C. J. Friedrich, La démocratie
constitutionnelle, trad. franc., 1958, pp. 25 y ss.). En este sentido se oponen monarquía
constitucional y monarquía absoluta. Conservemos, pues, el término, ya que su uso
está extendido, pe ro reservándole un significado político y evitando con fundir Esta-
do constitucional con Estado que tiene una constitución, ya que, por definición,
todo Estado tiene una constitución (vid. Carcassonne, Montesquieu et le problème de la
constitution du 18 siècle, 192 7; s obre e l va lor a ctual de la s co nstituciones, vid. G.
Burdeau, Une survivance: la notion de constitution, Mel. A. Mestre, 1956, pp. 53 y ss.).
SECCIÓN PRIMERA
LA NOCIÓN DE CONSTITUCIÓN
El sentido y el alcance de la noción de constitución, por sí misma políticamen-
te neutra, resulta del examen de la s formas y de la estructura interna de las consti-
tuciones.
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DERECHO CONSTITUCIONAL E INSTITUCIONES POLÍTICAS
1. Formas de las co nstituciones
Las normas sobre la org anización política de un país puede n formarse de dos
maneras. O bien resultan del uso, de las costumbres, de los precedentes, sin haber
sido j amás codificadas en un texto oficial. En este caso se dice que se trata de una
constitución consuetudinaria. O bien están expresamente insertadas en un documento
oficial redactado para ponerlas al alcance de todos, y enton ces no s encontra mos
ante una constitución escrita.
I. Las constituciones consuetudinarias
Hasta el siglo XVIII la organ ización política d e los diversos Estados estaba
casi exclusivamente fij ada por la costumbre. En cada país la idea de Estado se había
formado lentamente bajo la influencia de factores espirituales e históricos, de ma-
nera que cuando la in stitución había aparecido como autónoma, es decir, desligada
de todas las supervivencias del régimen de Poder individualizado, su estatuto esta-
ba ya fijado por un conjunto de tradiciones, de usos y de principios fundamentales,
cuya reunión formaba un derecho constitucional consuetudinario.
De e ste conjunto solo destacaban unos pocos documentos escritos, tanto más
preciosos cuanto más raros eran; ya se tratase de concesiones otorgadas por un
monarca a su pueblo, tales como la Carta Magna inglesa de 1215, ya de tra tados
concertados entre principados independientes cuando se unían para formar un solo
Estado.
Este tipo de constitución lo mantiene aún hoy Inglaterra, donde, a pesar del
reciente aumento del número de estatutos, la influencia de la costumbre predomina
al lado de documentos escritos importantes (la Car ta Magna de 1215, la Petición de
Derechos arr ancada en 16 28 a Ca rlos I, el Bill de los derechos impuestos en 1689 a
Guillermo y María en el momento de su exaltación al trono, el Acta de Estableci-
miento impuesta a los Honnover en 1701) pero insuficientes par a servir de base a la
totalidad de la organización constitucional.
La a pología de las constituciones consuetudinarias la hicieron con mucho ca-
lor J. de Maistre y de Bonald, q ue no dej aron de criticar la pretensión de los hom-
bres de «hacer un a constitución como un relojer o hace un reloj» (de Maistre). Para
ellos, las constituciones son una obra divina que se impone por la acción de la
historia y del medio político.
Esta opinión no podría defenderse seriamente y nunca ha contado con el apo-
yo de la Iglesia. Sin duda la sociedad y el Poder político mismo son de origen
providencial, pero «no está prohi bido a los pueblos dar se la forma pol ítica que
mejor se adapte a su genio propio» (Encycl. Diuturnum, 1881): a l hacer esto, los
hombres no van contra los designios de Dios, utilizan simplemente la libertad que
procede de El para organizar el rein o del César.
II. Las constituciones escritas
Las primeras constituciones escritas fueron las que se dieron las colonias in-
glesas de América del Norte tras su emancipación, a partir de 1776, después la
constitución de la Confederación (1781), a la cual sustituyó la constitución federal
de los Estados Unidos, establec ida e n 17 87. Desde esta primera aparición de la
constituci ón escrita, la idea que motiva su red acción es la de hacer de ella un
instrumento de libertad. Por una parte, se reservan ciertos derechos a los ciudada-
nos, colocá ndolos fuera del alcance del legislador ordinario; por otra —y esto solo
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vale para los Estados Unidos—, se afirman los derechos de los Estados miembros
del Estado federal, salvaguardando así parte de su autonomía.
Pero corresponde principalmente a los constituyentes franceses la valoración
del significado político de las constituciones escritas. La pr imera de este tipo fue la
del 3 de septiembre de 17 91 y, después, este sistema se implantó en Francia de tal
forma que todos los regímenes que se sucedieron se organizaron a través de una
constitución escrita.
Para los publicistas del siglo XVIII fue un verdadero dogma la necesidad de
incorporar en una ley escrita fundamental la exposición sistemática de las normas
relativas al gobierno del Estado. Al la do de la superioridad de la ley escrita sobre
la costumbre, tan querida por el espíritu filosófico, esta concepción se apoya en
argumentos de dos órdenes:
a) Por una parte, de cían, al considerar la constitución como una especie de
renovación del pacto social, importa proclamar sus cláusulas de una forma solem-
ne, para que cada uno co nozca l as pr errogativas que a bandona en be neficio d el
cuerpo nacional y los derechos que se le reservan imprescriptiblemente, como in-
herentes a la naturaleza humana.
b) Por otra parte, los hombres del siglo XVIII veían en la constitución, redac-
tada en términos claros y sobre todo sugestivos, un medio de educación moral y
política gr acias al cual el individuo se elevaría al rango de ciudadano por el cono-
cimiento de sus derechos y por su amor esclarecido a los asuntos públicos. «Una
constitución no existe —decía Th. Payne— más que cuando se puede guardar en el
bolsi llo».
La noción de constitución se orientaba así hacia un significado que ya no era
puramente jurídico, sino político, en la medida en que estaba íntima mente asociada
con el establecimiento de un a cierta forma de gobierno: el gobierno democrático
basado en la soberanía naciona l (vid. F. Galy, La notion de constitution dans les projets
de 1793, Th. Pa rís, 1932).
No hace falta concluir, sin embargo , qu e la s ven tajas de la r edacción solo
valen desde el punto de vista de esta forma de gobierno. La precisión de las cons-
tituciones escritas les da una certeza y una claridad que la costumbre no podría
proporciona r. De jando aparte las consecuencias que implic a la exis tencia de un
texto escrito, sobre todo en cuanto a los procedimientos a los que se pueden subor-
dinar sus modificacion es (vid. infra), la discusión sobre el valor respectivo de las dos
formas de constitución no puede decidirse en abstracto. La solución depende de las
condiciones del medio político y del temperamento de cada pueblo, como lo de-
muestra la compenetración de Inglaterra con sus instituciones consuetudinarias (vid.
G. Burdeau, Traité de science politique, t. IV, núms. 11 y ss.).
III. La costumbre constitucional
Existencia de una costumbre constitucional *
Muchas veces la constitución escrita es obra de teóricos preocupados má s
por la elegancia y por el equilibrio jurídico del mecanis mo que construyen que
*Vid. J. Laferrière, Rev. du dr. publ., 1944, p. 20: J. Chevallier, «La coutume et le droit constitutionnel
française», la misma revista, 1970, pp. 1375 y ss.; D. Levy, «De l’idée de coutume const.», Rec.
d’études en l’honneur de Ch. Einsenmann, 1975, pp. 81 y ss.

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