3. Los derechos del ciudadano - Tribunales y derechos. El poder judicial norteamericano en acción - Libros y Revistas - VLEX 1025867977

3. Los derechos del ciudadano

AutorJohn P. Roche
Páginas53-88
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TRIBUNAL ES Y DERECHOS. EL PODER JUDICIAL NORTEAMERICANO EN ACCIÓN
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LOS DERECHOS DEL CIUDADANO
Una manera útil de poner a prueba la consagración real de una sociedad
a los principios de libertad y democr acia consiste en cerciorarse en términos
institucionales precisos de los derechos personales del ciudadano. Muchas
naciones han aparecido abstractamente en la historia como defensoras fer-
vientes de los derechos inalienables del hombre, pero han pasado por alto el
incorporar estos derechos en las leyes prácticas y de obligado cumplimiento
de la nación. En Francia, donde sonoras exaltaciones de la libertad han estado
en boga durante siglo y medio, nadie antes de De Gaulle hizo siquiera el
intento de instaurar el auto de babeas corpus, ese termina nte instrumento legal
que obliga a un carcelero a demostrar que la detención de un preso está justi-
ficada en derecho. En la India, el estatuto de seguridad interna prescribe que
un preso puede ser retenido durante un año antes de que se registre el caso (es
decir antes de que se le instruya de cargos), lo que hace posible la congelación
por un año de los políticos indeseables antes de que se inicie acción legal
alguna contra ellos. (A menudo son sencillamente puestos en libertad sin que
se llegue a registra r nunca su detención ni se levante acta formal de ninguna
especie).
En otras palabras, si se procede a examinar el contenido de los derechos
civiles, debe exigirse que la retórica penetre en la práctica, deben descubrirse
no solo las divisas y los mitos sociales sino también la conducta del policía
anónimo en las estaciones de los barrios bajos. Parte de la realidad puede
evaluarse examinando las decisiones judiciales sobr e el tema, pero esta prue-
ba debe tratarse con cautela. No todos los matrimonios que no terminan en
divorcio son necesariamente felices; para cada ca so en que un tribunal insiste
en que un ciudadano obtenga sus derechos puede haber un centenar de casos
en que ni siquiera se entable litigio. Nada de injusto tiene insinuar que en un
solo campo de acción, el más pródigo en violaciones de los derechos civiles es
el de las práctica s policiacas; pero, a causa del cará cter, pobreza e ignorancia
de las víctimas, pocos son los casos que dan lugar a litigio. Hasta que en años
recientes se concretó una atención especial sobre este problema, el procedi-
miento común de la policía en su trato con las pandillas de delincuentes
juveniles negros, italianos y portorriqueños era llevarlos a la estación, tirarles
repetidamente de las orejas y enviarlos a sus casas a meditar sobre los males
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JOHN P. ROCHE
del pecado. Aunque la policía afectada debía admitir que ocasionalmente al-
gún inocente rapa z caía en la redada y era empujado con los demás, bá sica-
mente compartían la filosofía del gendarme francés de que todos en el mundo
tienen al menos una paliza merecida.
Más tarde volveremos a este problema con más detalle; lo que importa aq
es observar el peligro de un enfoque excesivamente legalista de la s libertades
civiles que trata este problema como si las únicas privaciones que ocurren fue-
ran las que son objeto de litigio en el tribunal. Muchísimos años ha, Sócrates fue
invitado por un amigo a adorar en el templo al dios del mar para ver las maravi-
llosas ofrendas de aquellos marinos que se habían salvado de ahogarse por la
intervención del dios. Sócrates, que conocía una muestra mala cuando la veía,
preguntó; «¿Dónde están las ofrendas de los que se ahogaron?».
La herencia del Derecho Consuetudinario
Ha habido una gran porción de palabrería vana, especialmente en los
banquetes jurídicos, acerca de la herencia de libertad involucrada en el dere-
cho consuetudinario. Desgraciadamente, la historia del derecho consuetudi-
nario dista mucho de confirmar la mayoría de estas generalizaciones. Es ver-
dad que históricamente emanaba de la tradición jurídica británica —singular-
mente por contraposición con la tradición de derecho civil de la jurispruden-
cia continental— un conjunto de instituciones jurídica s que contribuían al
desarrollo de la libertad personal. Pero esto difícilmente ocurría por manifies-
to designio —en verdad, la opinión deliberada y reflexiva de l más grande de
los historiadores del derecho consuetudinario, Frederic W. Maitland, era que
la libertad del súbdito (ciudadano, en el lenguaje norteamericano) fue un azar
histórico afortunado.1
Algunos ejemplos quizá nos ayuden a puntua lizarlo. El sistema de jura-
do, frecuentemente aclamado como la columna fundamental de la libertad del
ciudadano, empezó su vida en un plano e nteramente distinto. Inicialmente
era un cuerpo de los subditos del rey encargado de informar sobre los vecinos.
Que en cada Distr ito del Condado se celebre una re unión, que 12
feudatarios de los más antiguos cuiden de las cosas comunes, y el algua-
cil con ellos, y que juren sobre una reliquia que no acusarán a ningún
hombre inocente ni ocultar án a ninguno culpable.
Ley de Busca y Cap tura, promulgad a p or Ethelred el Indeci so
(968?016)2
Cuando un magistrado real en viaje por el circuito («in eyre» — en circui-
to alrededor de Inglaterra) llegaba a una localidad, se convocaba el jurado a
1Este motivo impregnaba todo el cuerpo de la obra hist órica esc rita. Vé ase la excelente
selecció n de artículo s compi lada por Hele n M. Cam. Selected Histo rical Essays of F. W.
Maitland (Ca mbridge, 1957).
2Williaru Stubbs (co mpil.), Sele ct Charters, 8a ed. (Oxford, 1905), pág. 85 .
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reunión para ayudar al rey a mantener su paz, es decir, su real derecho a un
reino pacífico. Gradualmente, en el curso de los siglos, el jurado se transformó
en una contención o freno sobre el capricho real y el despotismo. Era a menu-
do una función a rriesgada: ¡el juez podía arrojar a todo el jurado al calabozo
por dar un veredicto injusto! 3 En otras palabras, el jurado evolucionó de un
instrumento que era de la voluntad real a un instrumento del sentimiento de
la comunidad. Desde un punto de vista de libertad, esto no es necesariamente
una gran mejora: las comunidades no son necesariamente más tolerantes de la
inconformidad d e los que lo son los jueces. En verdad, en el siglo XVII los
jurados británicos eran notoriamente más feroces contra los católicos de lo que
lo eran los jueces Estuardos.
Dentro de la misma tónica, no cabía en el derecho consuetudinario la
libertad de palabra ni de prensa. Ciertamente, uno podía siempre expresar su
pensamiento y probar su suerte, pero esto difícilmente puede llamarse libertad
en ningún mínimo sentido de exactitud. En época tan tardía como el siglo
XVII, los miembros del Parlamento eran arrojados al interior de la Torre por
expresar puntos de vista discordantes en la Cámara de los Comunes, y el
súbdito que e xponía teoría política en la bomba del agua parroquial podía
muy bien acabar con las orejas cortadas o la lengua horadada con un hierro
candente. En cuanto atañía a la libertad de publicación, el gran triunfo del
derecho consuetudinario fue la eliminación de la previa censura, esto es, de
las disposiciones de licencia. Una vez que un libro o folleto era impreso, su
autor asumía la responsabilidad y podí a ser brutalmente castigado por libelo
sedioso, una acción en la que la única función del jurado era determinar si
realmente publicó el documento. (Puesto que el objetivo de las leyes de libelo
sedicioso era proteger la Paz del Rey, el hecho de que un pretendido libelo
fuese solamente cierto hasta 1792 exacerbaba el delito: cuanto más cierto era,
más sedicioso, esto es, con más probabilidades de que pr odujera tumulto).4
Debe subrayarse que el derecho consuetudinario no era constante a tra -
vés de las épocas; había un vasto cuerpo de franquicias, leyes del reino, pro-
clamaciones, decisiones judiciales, costumbres locales y derogaciones de aquí
y de allá, amorfos y diseminados. Conforme al derecho consuetudinario vi-
gente en la época en que se redactó la Constitución Norteamericana, el dere-
cho d e defensa por abogado existía solamente en las causas por fechoría y
traición. Originariamente, tanto en las traiciones como en las felonías («la
única definición adecuada de felonía parece que es. . . un delito que se castiga
con una pérdida total de tierras, productos, o ambos, en el derecho consuetu-
dinario; y a los cuales se puede añadir la pena capital u otros castigos según
el grado de culpa», IV Blackstone* 95; una fechoría, a la inversa, es cualquier
delito menor que la felonía) se denegaba en absoluto al acusado la ayuda legal
3Sir William Holdsworth, A History of English Law, 7a. ed. corregida (Londres, 1956), págs.
312 -350.
4Hay un excelente tratado histórico del derecho de libelo sedicioso en el libro de Leonard W.
Levy, Legacy of Supre ssion (Cambridge, 1960) , págs. 88-175.

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