El corazón volcánico de Isla de Pascua
En la escalera que te saca del avión puedes sentirlo.
Paz.
Cuando llevas cinco horas volando entre Santiago y Rapanuí y sólo ves bajo la aeronave la eternidad del océano Pacífico, la isla aparece idílica: un triángulo que crece a medida que te acercas. Igual como crece el hormigueo en el estómago porque ésta es la promesa de lo que puede venir: por ejemplo, revivir esa serie de TV ochentera La Isla de la Fantasía; puedes imaginar a Tattoo, al señor Roarke y todo cuadra.
Toda esta experiencia puede ser una pausa y un descanso frente a los defectos capitalinos (como el estrés, pero sobre todo frente a la odiosidad). Y cuando estás en tierra, riendo y feliz de estar en la Polinesia chilena, lo primero que puedes hacer es maravillarte con las calles de la simple y realmente atractiva Hanga Roa, la capital de la tierra de los moáis, el centro de la población de cinco mil habitantes de Pascua. O puedes dejarte llevar por la visión de la vegetación rica y fértil debido a la tierra volcánica de esta isla anexada a Chile en 1888.
Sí, estás lejos de la animadversión de los santiaguinos peleando con el micrero en un taco, o indignados porque alguien te dio un topón en el hombro en cualquiera de las concurridas veredas de la ciudad. Estás, al fin, lejos del mundanal ruido y justo en una calle polvorienta de Rapanuí, en el centro de este primer día en Isla de Pascua, ves a tu primer pascuense. Un hombre alto de mirada reflexiva, barba canosa, ataviado con una túnica de colores beige y naranja; sus pies calzan sandalias y su cabeza termina en un moño que trata de poner en orden sus largos cabellos también encanecidos. Tiene un bastón este nativo de rostro señero, y si puedes comparar esta visión con algo que has visto antes, puedes relacionarlo con un maestro jedi de La guerra de las galaxias: un Obi Wan Kenobi que luce amable, que parece tener las respuestas sobre la vida. Puedes acercarte y saludarlo en la lengua nativa, el rapanuí. Puedes decir iorana, que significa "hola".
Así yo lo hago. Saludo con mi mejor sonrisa y muevo la mano en señal de cortesía.
-Iorana -digo.
El hombre alto, con barba y apariencia de monje, se da vuelta y mira directo a los ojos. Su expresión serena cambia hasta convertirse en una mueca, y sus ojos, antes tranquilos, se abren como teñidos de rojo.
-!A quién le decís iorana, chileno...¡ (la frase termina en un improperio no reproducible).
Le siguen más gritos, más garabatos, y la armónica figura de este señor se rompe en un...
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