Cómo sobreviví a la ansiedad - 2 de Diciembre de 2014 - El Mercurio - Noticias - VLEX 546732418

Cómo sobreviví a la ansiedad

Es probable que me haya tomado esas píldoras con un trago de whisky o, lo más seguro, de vodka, para que no se detecte el olor a trago. Dos Xanax y un Inderal no son suficientes para calmar mis agitados pensamientos y evitar que mi pecho y garganta se contraigan al punto de no poder hablar. En realidad, es muy posible que me tome un segundo trago 15 a 30 minutos antes de la presentación.

Sí, ya sé. Mi método para abordar la ansiedad que me produce el hablar en público no es saludable. Es peligroso. Pero funciona. Solo cuando estoy sedado casi hasta más no poder, con una combinación de benzodiazepinas y alcohol, me siento (relativamente) seguro de mi capacidad para hablar en público. Mientras yo sepa que tendré acceso a mi Xanax y al licor, sufriré solo una ansiedad moderada durante los días previos a un discurso, en vez de pavor insomne durante meses.

Ojalá pudiera decir que mi ansiedad es un hecho reciente, o que se limita a hablar en público. Pero no. Mi matrimonio estuvo acompañado de una sudoración tan torrencial que empapé la ropa y de tiritones tan severos que tuve que apoyarme en mi novia frente al altar para no colapsar. Cuando iba a nacer nuestro primer hijo, las enfermeras tuvieron que dejar de atender a mi mujer, quien estaba a punto de dar a luz, porque me puse pálido y me desmayé. Abandoné citas, salí de exámenes y tuve colapsos durante entrevistas de trabajo, vuelos en avión, viajes en tren y en auto o simplemente caminando por la calle. En días comunes y corrientes, al hacer cosas comunes y corrientes -leer un libro, tenderme en la cama, hablar por teléfono, participar en una reunión, jugar tenis- me ha invadido miles de veces una sensación intensa de terror existencial y he tenido náuseas, vértigo, tiritones y una serie de otros síntomas físicos. En estos casos, he estado a veces convencido de que la muerte, o algo peor, era inminente.

Incluso cuando no estoy sufriendo activamente uno de esos episodios intensos, me golpea la preocupación: por mi salud y la de mi familia; por las finanzas; por el trabajo; por el ruido que tiene mi auto y la gotera en el sótano; por la vejez y la inevitabilidad de la muerte; por todo y por nada. A veces esa preocupación se traduce en molestias físicas menores -mareos, dolores de estómago, de cabeza o en los brazos y piernas- o en un malestar general, como si tuviera influenza. Esto me ha producido problemas para respirar, tragar, incluso caminar. Y estas dificultades luego pasan a ser obsesiones que consumen todos mis pensamientos.

También sufro de una serie de temores específicos y fobias. Para nombrar algunas: a los espacios cerrados (claustrofobia); a las alturas (acrofobia); al desvanecimiento (astenofobia); a quedar atrapado lejos de casa (una especie de agorafobia); a las bacterias (bacilofobia); al queso (turofobia); a volar (aerofobia); a vomitar (emetofobia); y, naturalmente, a vomitar mientras vuelo (aeronausifobia).

La ansiedad me ha afectado toda la vida. Cuando era niño y mi madre estudiaba Derecho en las noches, yo me quedaba en casa con la niñera, aterrado, imaginándome que mis padres habían muerto en un accidente de auto o me habían abandonado. Durante el primer año de colegio, pasé casi cada tarde, durante meses, en la enfermería, con dolores de cabeza psicosomáticos, rogando por volver a casa. Durante la enseñanza media, perdía intencionalmente los partidos de tenis y de squash para escapar a la agonía de la ansiedad que me producían las situaciones competitivas. En la única cita que tuve en la secundaria, cuando la niña se inclinó para recibir un beso en un momento romántico, me superó la ansiedad y tuve que apartarme por temor a vomitar. Mi vergüenza fue tal que...

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