LOS SIGNOS DEL DESIERTO - 8 de Agosto de 2016 - El Mercurio - Noticias - VLEX 646591653

LOS SIGNOS DEL DESIERTO

Gonzalo Pimentel detiene la camioneta y se saca los anteojos de sol.

-¿La viste? Hay una figura humana. Fíjate, le puedes ver el cuerpo, dos piernas abiertas y su cabeza.

Y, en efecto, en la parte baja de la ladera de uno de esos cerros ocres hay una figura enorme, de unos 10 metros, cuya claridad contrasta contra la tierra oscura y que se ve aún cuando está a unos 800 metros de distancia.

-En ese cerro hay como 10 figuras de geoglifos, más o menos.

Pimentel se pone los anteojos y reanuda la marcha.

Los geoglifos son un tipo de arte rupestre antiquísimo -los más antiguos datan del año 500 antes de Cristo- que consiste en el uso de la tierra como soporte para realizar gigantescas imágenes mediante dos métodos: la remoción de la capa superior de la tierra para exponer su capa más clara o la acumulación de piedras en la superficie. Esa era una de las formas en la que se comunicaban los pueblos prehispánicos, que no tenían escritura: a través de gigantescas figuras humanas, zoomorfas y geométricas que, sin decirlo, advertían cosas como: "Por aquí pasamos". O "Así nos vestimos". O "Estos animales tenemos". Los geoglifos de Chug Chug fueron hechos por atacameños y tarapaqueños entre el 500 antes de Cristo y el 1500 después de Cristo.

Estos dibujos solo existen en otros cuatro países: Estados Unidos, Reino Unido, Australia y Perú. En Chile (donde se cree los hay en más abundancia y donde están los más antiguos) se despliegan desde Arica al sur de Antofagasta. Y después de Nasca (Perú) y Pintados (cerca de Iquique), Chug Chug es la zona con mayor cantidad en el mundo.

Todo esto Gonzalo Pimentel lo relata como si fuera una grabación y le pusieran play. El arqueólogo conduce lento y mira los geoglifos como si fuera primera vez.

-El desierto tiene una gracia: en términos de registros arqueológicos queda casi todo. Eso es bien único a nivel mundial. En el norte estamos llenos de estas grandes figuras, y lo que más me llama la atención es cómo pueden perdurar; que tú hagas una figura en un cerro y pasen miles y miles de años y la figura quede absolutamente tal cual la hicieron esos habitantes.

Cada vez que se detiene y apunta a algún cerro, Pimentel hace hincapié en los caminos que lo atraviesan, cicatrices difíciles de borrar por la misma razón por la que los geoglifos han durado miles de años: la baja erosión que sufre el desierto. Esos caminos, que pasan a pocos metros e incluso por encima de las figuras milenarias, han sido trazados por mineras, por intereses turísticos y por rallies, que encuentran en el desierto el escenario ideal, y cuya mayor expresión es el Dakar. Eso, sumado a las torres de alta tensión instaladas a pocos metros o sobre las figuras, hacen que este año Chug Chug figure en una lista terrorífica: World Monuments Watch, que señala que -igual que la ciudad de Petra, los conventos de Sevilla, el parque Chapultepec y 46 lugares más en todo el mundo- los geoglifos están en grave peligro de conservación.

Los primeros geoglifos de Chug Chug están al costado de un camino de ripio que nace en la Ruta 24, al noroeste de Calama, en el desierto de Atacama, y por el que Pimentel ahora maneja.

-Fíjate en el cerro de allá: hay otra huella de vehículos. A mano izquierda. Ahora vas a tu derecha y en el centro vas a ver que hay cuatro figuras que están más blancas.

Cada pocos kilómetros, este arqueólogo de la Universidad Católica del Norte, 41 años, tez morena, ojos oscuros, manos grandes y pelo largo y canoso tomado en una cola, se detiene, apunta hacia un cerro y señala otra muestra de lo que él define como el arte más monumental que existe. Es solo el comienzo: en Chug Chug hay 14 cerros cuya superficie está labrada con 500 -poco más, poco menos- de estos enormes dibujos.

Justo cuando Pimentel termina de explicar por qué estos geoglifos forman parte de la temible lista de World Monuments Watch, aparece el campamento.

El campamento está aquí desde el año pasado y sus toldos blancos resplandecen por el fuerte sol. Bajo uno, un domo sirve como centro de visitantes. El otro protege dos containers: en uno hay cocina, mesa y un refrigerador; en el otro, dos camarotes y una sala de estar. Al costado de los toldos se levantan dos carpas: el baño y la ducha. Un pequeño nido brillante, blanco, arreciado por el viento, cubierto por un cielo azul apenas salpicado por nubes. Son las dos de la tarde de un domingo de junio. Pero eso no es importante.

-Acá nos perdemos con las fechas a cada rato.

Leonardo Reyes, 23 años, está en el centro de visitantes. Él y Pamela Sanhueza, 24 años, son los guías de turno esta semana. En realidad son guardaparques y se turnan con otros dos para recibir a los visitantes. Son muy pocos: a veces uno por semana. Pero de vez en cuando sufren invasiones.

-A veces quedamos como "wow", porque vienen cinco o seis personas -dice Pamela Sanhueza-. En Calama, el 90 por ciento no tiene idea de qué es Chug Chug. De hecho, hasta el extranjero de repente sabe más que la misma gente...

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