La ruta californiana de las ostras - 28 de Diciembre de 2014 - El Mercurio - Noticias - VLEX 550508522

La ruta californiana de las ostras

Desde la barra de este restorán tengo una vista bonita a la bahía de San Francisco. El restorán se llama Waterbar, "Bar de agua" en castellano, y se especializa en traer especies rebuscadas. Yo vine porque quería probar una Olympia y eso no es fácil de conseguir. Las Olympia son la única especie nativa de la costa oeste de Estados Unidos. Son las ostras que comían los indios Ohlone, que comieron los mineros durante la fiebre del oro y las mismas ostras que comió Mark Twain: fritas al desayuno, pero también al vapor, en sopa o crudas en su concha cuando empezaba a atardecer. Eran algo así como el pan con mantequilla de estas aguas. Le venían a todo y en cualquier minuto del día.

Por las ventanas del restorán, el mar se ve verde. Es agua turbia, aunque desde aquí no se alcance a notar. Por supuesto que no fue siempre igual. Antes la bahía era más grande. Un tercio más. En 1848, San Francisco era una ciudad donde vivían menos de mil personas. Pero al año siguiente, llegaron de golpe veinte mil inmigrantes, a un pueblo de apenas doscientas casas. Todos querían venir a California y encontrar una mina de oro. Pero hacía falta espacio y la ciudad comenzó a crecer hacia el mar.

Comerse el mar en serio, tragárselo fue lo que hicieron los mineros.

Venían del este, donde las ostras eran abundantes y baratas, y cuando llegaron a San Francisco todos querían empezar de nuevo, pero nadie quería cambiar sus hábitos. Ostras entonces. El plato más popular de la época se llamaba hangtownfry y consistía en un revuelto de huevos, ostras y tocino. Se supone que los condenados a la horca lo pedían como última comida, porque las montañas estaban a unos ciento cincuenta kilómetros de la bahía y transportar los ingredientes les alargaba al menos un día la vida.

Las ostras que encontraron los mineros en California eran diferentes a las que comían en la costa este. Las Olympia eran más pequeñas, menos saladas y dicen que dejaban un sabor metálico en la boca. El naturalista Charles Townsend las describió como un "parásito". Pero aunque algunos las veían como ostras de segunda clase, los mineros se las comieron de todos modos. Por lo menos hasta que se terminó de construir el ferrocarril y pudieron traer sus favoritas en un vagón desde el Atlántico.

El agua, en la bahía de San Francisco, ya comenzaba a enturbiarse.

Cuando se agotaron las pepitas que descansaban en la capa más superficial de la Sierra Nevada, los mineros tuvieron que ponerse a escarbar hondo, hasta alcanzar los ríos subterráneos de las montañas. Usaron cañones para partir la tierra, cañones que disparaban poderosísimos chorros de agua, y luego todo ese lodo y polvo, e incluso el mercurio que utilizaban para separar el oro del barro, bajó por los arroyos y siguió hasta desembocar en la bahía, donde se lo tragaron personas, peces y pájaros.

Se acerca un mozo y le pido una Olympia. Cada una cuesta más de cuatro dólares, leo en la carta. La fiebre del oro y el hambre de ostras acabaron diezmándolas. Eran la única especie nativa de la costa oeste de Estados Unidos y, como mala historia de amor, solo comenzó a importarle a alguien cuando estaban por acabarse.

ESTE MAR NO TIENE SABOR

La ostra se ve un poco ridícula y solitaria en un plato desproporcionadamente grande, cubierto de hielos y huiros, que me trae el mozo unos minutos después. Pienso...

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