El renacer de Tánger - 16 de Junio de 2013 - El Mercurio - Noticias - VLEX 441015330

El renacer de Tánger

A Hamsa, un niño de 14 años (un palillo andante vestido con jockey del Barcelona F.C., jeans con estampados Louis Vuitton falsos, babuchas blancas y corte de pelo al estilo sopaipilla) lo conocí una mañana de abril cuando llevaba ya un par de días intentando recorrer la kasba (ciudad antigua) de Tánger sin perderme en el laberinto que forman sus callejones estrechos, idénticos y sin señales.

Como suelen hacer muchos niños tangerinos cuando ven a un turista, Hamsa y su amigo Mustafa -Musta, de 17- se ofrecieron a mostrarme los "secretos" de la kasba: un paseo que duraría todo lo que la tolerancia a la frustración (por pasar una y otra vez por casas, puertas, paisajes y carteles en árabe que parecían ser siempre los mismos) y la capacidad para caminar en pendiente permitieran.

Hamsa hablaba muy bien castellano. "Lo he aprendido paseando turistas", dijo. Musta balbuceaba apenas un par de palabras. Una de ellas era "gato". Y por eso, se autoimpuso como misión apuntar a todos los felinos que vimos en la ruta como si fueran los animales más exóticos que alguien podría encontrar en Tánger.

-Mira, mira, familia de gato: gata, novio de gata, cría de gata, casa de gata, comida de gata -decía en cada esquina donde veíamos una caja de cartón, comida desparramada o, desde luego, un gato.

Así fue más o menos el camino hasta que, después de subir una calle empinada, llegamos a la casa abandonada: las ruinas de lo que parecían haber sido alguna vez salones señoriales y jardines relucientes en lo alto de un acantilado.

Según Hamsa, ésta había sido la casa de unos millonarios estadounidenses que vivieron aquí a comienzos del siglo 20, cuando Tánger, en el extremo norte de África, se vanagloriaba de ser una de las ciudades más cosmopolitas del mundo: el lugar donde vivían todos los diplomáticos que llegaban el Reino de Marruecos -en ese entonces parte de un protectorado compartido por Francia y España- y una ciudad altamente occidentalizada por su cercanía con Europa.

Pero lo que alguna vez fue esplendoroso, ahora no era más que un espacio lúgubre, atestado de basura, hongos y polvo.

Mientras subíamos los escalones hacia el segundo piso pensé muchas cosas. La peor de todas: que Hamsa y Musta eran los pequeños anzuelos de una banda que traía turistas hasta la casa abandonada para dejarlos con lo puesto. Pero cuando llegamos arriba, la verdadera razón de por qué teníamos que estar allí quedó clara.

El segundo piso conectaba a una gran terraza, desde la cual se veía el Estrecho de Gibraltar y -exactamente 19 kilómetros más allá, mirando hacia el norte- España: Cádiz y Tarifa, con sus techos blancos y sus molinos de viento. La mejor vista del mar y el estrecho en todo Tánger.

Aquí, a Hamsa y Musta les gustaba pasar largas horas encaramados en dos cañones, restos de una antigua fortaleza, mirando hacia el otro lado del estrecho.

La panorámica del mar de aguas turquesa y los bloques de tierra donde se adivina el país vecino se veía tan cercana como onírica. Por algo, cientos de marroquíes y otros africanos intentan, cada año, cruzar ilegalmente desde aquí para llegar a España. Lo hacen en unas pequeñas embarcaciones a remo llamadas pateras, que atraviesan la distancia que separa Tánger de la Península Ibérica en las peores condiciones en que alguien podría hacerlo: navegando en botes sin motor -para no meter ruido-, de noche y a veces con pésimo clima. Todo para eludir las patrullas que navegan por la zona.

Aun...

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