Memorias prematuras de un magallánico - 18 de Noviembre de 2017 - El Mercurio - Noticias - VLEX 696951033

Memorias prematuras de un magallánico

Entonces, Santiago me parecía otro país. No solo por el tráfico y el olor a encierro, sino porque por mucho tiempo me sentí un extranjero entre mis nuevos compañeros de curso, que encarnaron lo que todo magallánico suele resentir: el desconocimiento que hay en torno a la región. Solían preguntarme si teníamos pingüinos como mascotas o si me iba en esquí al colegio o si se podía llegar por tierra a Punta Arenas o si estaba cerca de Puerto Montt. Una vez les llevé un mapa para que me indicaran dónde estaba mi ciudad. Ninguno supo exactamente qué parte apuntar. Uno, incluso, puso su dedo en el Polo Sur.

Tampoco hablaba como ellos. Mi acento era distinto, una mezcla entre chileno y argentino, detalle que me lo hicieron notar solo como los adolescentes saben hacerlo: con burlas e imitaciones. Pero tal vez el momento más evidente de que yo no era de aquí fue cuando, en clases, pedí un birome. ¿Birome? Todos se miraron entre sí y se produjo el breve silencio que antecede a las risas. En Punta Arenas usamos palabras que no se entienden en el resto del país: calentador en vez de estufa, carnaza en vez de odioso, yam en vez de mermelada o maceta en vez de flojo o pesado. ¿Y qué es un birome?, me preguntaron, cuando ya no tenían más chistes que hacerme. Un lápiz pasta, les respondí.

De lo poco que sabían, era que hacía frío y que el viento era tan brutal que había que poner cordeles en las calles para que la gente pudiera avanzar. Ahí les hablaba de lo que para mi es la imagen más simbólica de la fuerza del viento magallánico: los árboles que crecen inclinados. No he visto en ninguna parte del mundo algo similar y siempre me parecieron normales hasta que en Santiago vi que crecían rectos. También les contaba que allá, por lo mismo, no llueve de arriba para abajo, sino que de frente y que las gotas golpetean tu cara como si fueran esquirlas. O que jugar fútbol no era lo mismo que hacerlo en cualquier otra ciudad del país, porque no importaba hacia dónde pateabas, el viento se llevaba la pelota para cualquier lado.

Extrañé Punta Arenas por mucho tiempo. Extrañé hasta el invierno con sus días que no duraban nada: apenas cinco horas de luz. Les relataba a mis compañeros que salía de noche al colegio y llegaba de noche a la casa, y que en verano todo se revertía: a las 22 horas aun estaba claro. A veces me miraban como si les describiera otro planeta y como no sabían si les hablaba en serio o me estaba riendo de ellos, terminaban la conversación imitando...

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