Matías la revancha de los tímidos
Matías Fernández, recién duchado, la voz fina y rápida, prefiere huir de las palabras. No solo este día en Florencia, sino cada vez que una cámara y una grabadora ronden cerca. La razón, dirá más tarde, carece de lecturas: cree que no tiene nada para decir. Que es un mortal, como cualquier otro, nadie importante. Es la una de la tarde, y en la salida del campo de entrenamiento de la Fiorentina, las decenas de personas que estiran sus brazos con lápices o celulares piensan lo contrario.
Ahí está el flaco Gabriele Arena, vestido con el buzo de la Fiorentina, que antes de batirse a manotazos para ayudar a su hijo con una nueva foto con Matías -tiene hasta camisetas originales y recortes de prensa del chileno pegados en las paredes de su casa-, dijo con voz raspada:
-Especialmente en el último año ha mejorado mucho su nivel. Es un profesional. No es como Vidal, que choca su máquina, lo ven en discotecas. Mati no.
Ahí están también los hermanos Manuele y Alessio Benvenuti, y su amigo Dario Martinelli, que previo a estrujar sus peinados de futbolista por una foto, soltaron a coro:
-!Es muy bueno¡ !Muy hábil¡
Ahí están Laura Rossi y su amiga Viola Bassanelli, agradeciendo una selfie con Fernández. Una hora antes, esperaban sentadas en la cuneta de la calle Pasquale Paoli, reflexionando:
-Él es muy dulce, un poco tímido, pero cuando habla, dice lo justo. El fútbol italiano no es fácil para los extranjeros, pero ahora creo que Matías no tiene problemas para estar acá.
-Parece tímido, pero en la cancha no lo es -agregó Viola.
Entonces el jugador detiene la ronda de selfies y acepta hablar con una cámara y una grabadora cerca:
-Súbanse -dice.
La perspectiva es insospechada: las manos de los tifosis colándose hacia el interior de su BMW 5X, y su rostro sonriente atendiendo a cada uno de los fanáticos. Eso da tiempo para un vistazo alrededor: vidrios polarizados, una silla para guagua de Minnie Mouse, un CD compilado de bachata, un documento del banco, un bolso de mano para artículos de aseo personal marca Louis Vuitton, y una mochila con una Biblia dentro. Matías Fernández arranca.
-Linda ciudad para quedarse, ¿o no? -se le pregunta, por decir algo.
-Sí, rica ciudad, pero no, a mí me gusta Chile. La vida en general allá la extraño. Me gustaría estar en Chile, pero estoy muy bien acá. Ha sido un proceso lento acomodarme, pero nada surge de la nada. Ya estoy bien. Lo que sí, echo de menos la palta. Las pizzas son ricas, sí. ¿Las probaron? Aunque es caro comer acá. Yo no salgo mucho, prefiero estar en la casa. Oye, ¿en serio vinieron por mí?
-Sí.
-Jajaja. Pero cómo. Si saben que no me gusta hablar, no me siento cómodo. ¿Qué voy a contar? Soy una persona normal -dice, manejando hacia la plaza Michelangelo, cerca de su casa-. Después de los partidos me dicen que hable, y lo hago porque ya, nomás. No quiero que la gente sepa cómo vivo. Lo único que me importa es que mi familia esté bien. Mi vida es mi familia y Dios. No quiero ser figura, quiero estar contento. Un día uno está acá y otro día quién sabe. La gente se interesa en uno dependiendo de cómo a uno le vaya. Todo cambia, todo es pasajero. Estoy viejo, ¿ah? Pasa el tiempo.
Matías se estaciona sin querer en el acceso para minusválidos de la plaza. Un comerciante de baratijas para turistas lo alerta. No hay espacio. En el mirador de la iglesia San Miniato al Monte, todavía más cerca de su casa, sí lo hay. Cuando se baja, su vestimenta parece un homenaje fortuito al club de sus amores: polera blanca y short negro. Con Florencia en el horizonte, Matías dispara una confesión.
-En la final de la Copa América frente a Argentina tomaste la pelota como si nada y pateaste de la misma forma. ¿Fue decisión de Sampaoli?
-No. Yo tenía ganas de patear el primero. Si va a pasar algo, va a pasar igual. Arturo (Vidal) tenía ganas de patearlo, pero yo le dije que...
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