¿Quien se llevo mi pescado? - 30 de Diciembre de 2017 - El Mercurio - Noticias - VLEX 699923037

¿Quien se llevo mi pescado?

Pedro Pablo, Pepo, mi hijo, atrás sobre la arena, asiente con la cabeza mi lanzamiento con la caña de pescar, aunque sospecho que su mente está en el ipad que no le dejé traer desde la casa.

Son las tres de la tarde y el mar no está bueno. Tampoco desastroso. Estamos en la "piedra del choro", una playa donde el mar se profundiza en lo que los pescadores llamamos un pozón, donde los peces llegan a comer. No hay ninguna piedra a la vista. Solo en las mareas más bajas se ve la roca y hay que evitar lanzar cerca, para no enredarse.

Busco corvinas. Lanzo con chispa, objeto metálico con forma de lágrima, plateado con puntos rojos, 70 gramos de peso y tres anzuelos. Es la misma de siempre, la que imita una sardina, la que tiene varias corvinas en su historia antigua y la idea es llegar con ella más allá de donde revienta la ola. La traigo debajo del agua a tirones, asemejando un pez pequeño herido. Viene cerca del fondo, entre arena y algas. Algún pez debiera verla y perseguirla. Así ha funcionado siempre.

El día está nublado, corre viento norte y hace 20 años serían las condiciones ideales para sacar una corvina grande, de más de ocho kilos. Como ese día de septiembre, en 1986, cuando vi pescar una a mi papá en este mismo pozón. Se demoró 20 minutos: no la podía sacar a la tierra. Cuando la vi fuera del agua, quizá exagero, en mis ojos de niño casi tenía mi tamaño. Es la primera de la que tengo memoria. Mi papá no paraba de reír.

-Nunca pescas, papá -me dijo mi hijo.

Esto fue un día antes. Llevaba tres minutos de conversación con mi hijo de 9 años, contándole de la salida a pescar. Él estaba frente al computador, jugando Minecraft, y le hablé de cañas, señuelos y grandes peces.

-Siempre que vamos al mar terminas trayendo cochayuyo.

-Es cierto -pensé-. Aunque no es cochayuyo. Es ulte, el tallo del alga. Con cebolla, cilantro y limón queda muy rica.

-No hay pescados.

Es verdad. Cada vez hay menos peces. Le cuento de la última pesca, en el pozón Las Valdivias. Cuatro corvinas y un lenguado, en diciembre de 2008.

-Habíamos recién vuelto desde Santiago, tenías 10 meses, Pedro Pablo, por eso no te acuerdas -explico.

-¿Tienes fotos de eso?

Le quito el computador, minimizo Minecraft contra su voluntad y entro a Facebook. Busco hacia atrás recorriendo cientos de fotos con el resumen de mi vida con cuatro hijos. En el fondo de la pantalla están las primeras imágenes que subí. Un set de siete fotos en las que aparece la caña roja que quebré cinco años después, el carrete Okuma que me fallaría al día siguiente y en la arena cuatro corvinas de seis kilos promedio, más un lenguado.

-Vamos a ir a ese mismo pozón mañana y vamos a pescar -insisto.

La promesa de peces fuera del agua es un chiste de mal gusto tanto para mi hijo mayor como para Alejandra, mi señora. "Para qué vas a pescar, vas a puro perder el tiempo", es la frase automática tras una solicitud de permiso, orgullo de lado. Aunque el verdadero desafío es otro. Convencer a mis dos hijos mayores, de 9 y 7 años, y luego a los dos más pequeños, de que pescar no es perder el tiempo, que no es aburrido, que es mucho más que sentarse a esperar que un pez tire de la línea. Que pescar, aunque no saques nada, es sentir la naturaleza, mirar las aves lanzarse en picada contra el mar, disfrutar el viento en la cara, el agua congelada entre los pies, el silencio; es volver al origen, a la supervivencia, es traer el alimento a la mesa con tus propias manos. También recordar conversaciones eternas de niño con mi papá, el héroe de las corvinas gigantes, las que hoy ya no existen por razones que no vale la pena detallar.

En los años 80 no había tablets, celulares ni Youtube, y me convencieron rápido con la pesca. Sí había muchos peces en Cobquecura, comuna con 50 kilómetros de playa en lo que entonces era la Región del Biobío, hoy Región de Ñuble. Veraneábamos entre el 15 de enero y el 10 de marzo, aunque significase entrar una semana después al colegio. Salíamos todas las mañanas y pescábamos muchos lenguados, corvinas de más de ocho kilos, robalos. Las pocas veces que nos iba mal, siempre estaban las corvinillas, como premio de consuelo. También viejas de kilo y medio entre las rocas: yo no quería comerlas por encontrarlas feas. "Son un manjar hechas caldillo", decía mi papá, agregando, para convencerme, que en los restoranes más top de Santiago con ellas hacían platos gourmet.

-¿Y las fotos, papá?

Pedro Pablo se olvida de Minecraft al ver las fotos de Facebook. Dudo si las conservo. Voy a la carpeta Familia. Mientras busco, le cuento otra gloriosa historia de pesca para reforzar el adoctrinamiento. Tenía 14 años y saqué seis corvinas de ocho kilos cada una en promedio, en el pozón de la "piedra del choro", el mismo donde estaría un día después. Mi papá sacó ocho, llenó el refrigerador para alimentar a sus hijos durante febrero y me dijo "vende las tuyas". En el restorán Central de Cobquecura me las compraron a 500 pesos el kilo: 24 mil pesos en un solo día para un adolescente que en 1992 con 100 pesos jugaba una hora en los flippers me hizo automáticamente millonario. Hoy, a precio de supermercado, serían 288 mil pesos.

No encontré las fotos. A ojos de mi hijo, parece una mentira.

-Las tiene tu abuelo en su casa -le digo.

-¿Tú papá? ¿Ese es el tata de barba? ¿Por qué no lo vemos?

No es fácil asumir que no he sacado un pez del mar desde hace 10 años y con esos nefastos antecedentes intentar convencer a mi hijo de que me acompañe a pescar. Tampoco es agradable explicarle a un niño de 9 por qué su abuelo lo ha visto tan pocas veces.

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