Introducción - El Derecho Público de Atenas - Libros y Revistas - VLEX 1016874078

Introducción

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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
La democracia ateniense, hasta estos últimos tiempos, ha sido mal juzga da.
Los eruditos que desde el renacimiento de las letras han tratado de contar la histo-
ria de Atenas y de analizar su constitución, han aportado a este estudio un espíritu
despectivo s istemático más o menos marcado; pero siempre el mismo en el fondo.
Se explica fácilmente esta malquerenci a, est e car ácter común d e obra s que , bajo
otros conceptos, presenta ban notables diferencias. Causas de naturaleza diversa ha n
concurrido a producir este singular resultado, a establecer este acuerdo entre perso-
nas que en otras muchas cuestiones no se hubieran entendido nunca.
Una de las primeras causas de esto es que los ateniens es, como todos los
pueblos ingeniosos, han dicho muchas cosas malas de sí mismos. Sus cómicos se
han burlado en grande del bonachón Demos, de aquel crédulo y caprichoso viejo,
de aquel amo fantástico, a l que por lo menos no se puede neg ar el mérito de haber
tomado la s bromas mej or que ningún otro Soberano absoluto. Los grandes escrito-
res de Atenas han sido o filósofos deslumbrados por un ideal quimérico que conde-
naban la realidad en nombre de no sé qué imposible y sobrehuma na utopía, como
Platón, o clientes de Esparta, como aquel Jenofonte, en quien el resentimiento del
proceso de Sócrates y las relaciones personales con Agesilao habían casi extinguido
todo sentimiento de patriotismo. En cuanto a Tucídides, se ha abusado de su n om-
bre y de su autorida d, se han desnaturalizado sus palabras, se ha truncado arbitra-
riamente su deposición para hacer de él a toda costa un testigo de cargo, un acusa-
dor. El his toriador, en su elevada y noble imparcialidad, es severo para con algunos
de los consejeros del pueblo ateniense, hace resaltar ciertos errores, ciertas faltas de
la política ateniense, y apoderándose gustosamen te de estas censuras, se repetían,
exagerándolas aún. Se olvidaban tantas páginas, en las que se manifiesta, bajo la
aparente fria ldad del es critor, un sentimiento tan vivo de la grandeza propia y del
genio original de Atenas; olvidándose aquella célebre oración fún ebre que Tucídides
pone en boca de Pericles; ahora bien: ¿qué es todo este discurso sino un panegírico
de Atenas, el más sólido y el más serio, el más sincero y el más vehemente que se
haya escrito nunca? ¿Puede darse a los hijos de una ciudad libre mejores razones
para ama r a su Patria; puede mostrársela más digna de todas las abnegaciones, de
todos los sacrificios? No; nunca nadie amó ni mejor ni más tiernamente que Tucídides
a aquella Atenas, de donde le había expulsado una sentencia tal vez justa, pero en
todo caso bien rigurosa. El nombre de Atenas es el que está inscrito en el frontón
del eterno monumento, lentamente elevado durante los prolongados ocios del des-
tierro por el robus to y tra nquilo obrero; es la estatua del pu eblo ateniense, tal
como le admiró, le temió y le detestó Grecia en los días de Pericles, la que se alza
en el fondo del santuario. Poner a Tucídides entre los detractores de Atenas es
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GEORGES PERROT
calumniar al genio. Aunque hubiera faltado el patriotismo al general vencid o y
desterrado, todavía hubiera bastado la sagacidad de su penetrante espíritu para
hacerle comprender la grandeza y la nobleza de Atenas.
Lo que así indisponía con Atenas a los eruditos de otro tiempo, lo que les
impedía darse cuenta de que se engañarían al aceptar sin reservas ciertos testimo-
nios muy discutibles, era las profundas diferencias que separaban de la sociedad
ateniense a las sociedades a que aquellos pertenecían por su nacimiento y su edu-
cación. Tomem os u n f rancés, súbdito de Luis XIV o de Luis XV, pension ista y
familiar de alguna casa de príncipes, abate de corte y de salón; un vicario inglés
contemporáneo de los Jorges, alumno de Oxford, secun den de alguna gran fami-
lia, cuyo orgullo y cuyos prejuicios compartía, o humilde cliente de alg ún gran
señor whig o tory; un profesor alemán, de tiempos de Federico y de María Tere-
sa, encerrado, lejos de toda actividad práctica, en la vida completamente conven-
cional y casi monacal de una pequeña ciudad uni versitaria, limitando todos su s
deseos a la conquista de honores académicos que ni siquiera le ponían al abrigo
del primer im portuno llegado ; l os tres se hallarán igu almente mal prepa rados
para penetrar en las ideas, en los sentimientos, en las pasiones de un ateniense de
la gran época, de un compañero de armas de Temístocles y de Pericles. Francia,
Inglaterra, Alemania eran entonces socieda des monárquicas y aristocráticas, en las
que el hombre desde sus primeros años estaba sometido al respeto maquina l del
nacimiento y del rango, en las que se trataba ante todo de obte ner el favo r del
amo, en las que privilegios de todo género limitaban la carrera de cada indivi-
duo, vedándole, desde l uego, ciertas esperanzas, ciertas ambiciones; ¿puede ima-
ginarse nada que se parezca menos a aquella democrática Atenas, en donde la ley
proclamaba, en donde el uso consagraba la más absoluta igualdad entre los c iu-
dadanos, en donde cada cual, en cualquiera cond ición que hubiese nacido, tenía el
derecho de aspirar a todos los emple os a los que designaba la suerte, a los que
elevaba el favor popular?
Para todo el que, antes de la Revolución francesa, pretendiese escribir la his-
toria de las repúblicas antiguas, había además una gran dificultad, un gran peligro:
en el mundo moderno, y sobre todo en Alemania, habíase establecido poco a poco
una separación profun da y como un completo divorcio entre el pensamiento y la
acción, entre la ciencia y la vida. Para darnos a conocer y comprender a aquellos
que obraron tanto, que tanto la boraron con sus person as en los campos de batalla y
en la tribuna, en el poder, en el destierro, en l a derrota y en e l triunfo, pero siempre
en la plena luz de la vida pública, ¿es suficiente el ha ber pasado largos y apacibles
años en leer y meditar en su gabinete? Vosotros erais indiferentes o por lo menos
forzosamente ajenos a los asuntos de vuestro tiempo y de vuestro país; no teníais ni
derechos ni deberes cívicos; no habéis tomado jamás pa rte, ni siquiera habéis asis-
tido a las luchas de los partidos, a las ardientes competencias que suscitan, en un
Estado libre, la ambición del poder, el deseo de asegurar el triunfo de tal o cual
opinión, de tal o cual refor ma; no habéis tenido la ocasión de experimentar ni como
actores ni como curiosos y atentos espectadores lo que puede la palabra sobre los
hombres vencidos; cómo ciertas palabras los conmueven hasta las entrañas; de qué
manera estallan y se calman las cóleras de la multitud; cómo se establecen, a través
de las muchedumbres, esas grandes corrientes eléctricas de la s que ninguna volun-
tad particular podría cambiar la dirección o quebrantar el esfuerzo; cómo se toman
entonces, en las reuniones p opulares, bruscas y raras resoluciones, de las que se
asombran a veces, al cabo de poco tiempo, los mismos que con mayor viveza se

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