INFILTRADA EN FÈS - 4 de Septiembre de 2016 - El Mercurio - Noticias - VLEX 648205733

INFILTRADA EN FÈS

Los primeros días de mi estancia salía del Hotel de la Paix en la ciudad nueva -la ordenada ville nouvelle construida por los franceses fuera de la amurallada Medina- y los veía disimulados en un café o haciendo guardia a la vuelta de la esquina. Y si alguno me susurraba en su idioma, porque nunca me hablaron en francés, ni en inglés, ni menos en castellano, me limitaba a dar las gracias con la única palabra árabe que he logrado retener: shucrán, decía, y bajaba la vista algo nerviosa, como la más modesta musulmana.

Cada experiencia vivida en Fès iba trazando el mapa de las limitaciones que vive una mujer en un país árabe que ni siquiera es fundamentalista. Por ejemplo, no mirar a un desconocido de frente y esquivar sus ojos, o evitar sentarme sola en un café, pero no porque ese café pareciera reservado a los hombres marroquíes que viven ahí tomando infusiones, sino por la actitud desdeñosa que exhiben frente a una mujer sola: una tarde había comprobado que los garzones no me atendían porque, según aseguran, allá sólo van solas las prostitutas, y no precisamente en busca de un café cortado.

La tercera mañana en Fès, ya habituada a disimular mi condición de extranjera, decidí aventurarme en un baño turco. Siempre de vestido largo, cubriéndome hasta los tobillos como si se tratara de una sobria djeelaba, y calzando sandalias, seguí las indicaciones que me dieron en el hotel hacia uno de los frecuentados hamam de la Medina. Atravesé las laberínticas callejuelas de la ciudad amurallada, con sus puestecitos exhibiendo frascos llenos de curry, pimientas y tantas especies aromáticas para cocinar, además de medicamentos y khol negro para los ojos, así como sus piramidales cúmulos de incienso y polvo de henna, nombre de la raíz que se usa para teñir el pelo y dibujar provisorios tatuajes en el cuerpo, pies y manos de las mujeres.

*

Durante el trayecto al baño turco reparé en ciertos rincones oscuros de la ciudad, con techos bajos donde había niños hilando seda, y en ventanas por las que se alcanzaba a ver a artesanos tallando madera o grabando en mármoles y bronce, y también percibí los sudores y el olor a fritanga y a carne en brochetas que sale de locales estratégicamente situados. Iba por ahí evitando ser acometida por burros apenas visibles bajo hediondos cargamentos de cuero recién teñido, o llevando sobre el lomo, entre las estrechas calles del mercado, atados de menta y hierbabuena para preparar la digestiva infusión marroquí; iba avanzando...

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