III. Esencia y estructura del estado - Sección Tercera. El estado - Teoría del estado - Libros y Revistas - VLEX 1026914036

III. Esencia y estructura del estado

AutorHermann Heller
Páginas181-248
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Teoría del esTado
III
EsEnCIA y EsTRuCTuRA DEL EsT ADO
1. LA funCIÓn sOCIAL DEL EsTAD O
A. Su LEgALIDAD pECuLIAR
MurharD: Der Zweck des Staates, 1832; FriSch: «Die Aufgaben
des Staates in geschichtlicher Entwicklung», Hdb. d. Politik, I,
pp. 86 ss.; H. E. barneS: Soziologie u. Staatstheorie, ed. alem.,
1927; Menzel: «Zur Lehre vom Staatszweck», Ztschr. f. öff.
Recht, VII, 1928, pp. 211 ss.
Desde que Aristóteles inició su Política con la doctrina del n del Estado
poniendo al frente aquella frase: πᾶσα ϰοινωνία ᾶγαϑοῦ τινὸς ἔνεϰα συνέστϰεν, la
cuestión del «n» del Estado constituyó un problema fundamental para todas
las doctrinas. Estaba reservado al romanticismo el combatir, por primera vez,
la legitimidad de este modo de plantear el problema, armando que el Esta-
do, «como las plantas y los animales», es un n en sí. A partir de entonces la
cuestión del n del Estado aparece desatendida por la doctrina, que la rechaza
por considerarla un problema cticio o superuo, o bien porque lo estima de
imposible solución (cf. Rehm, Staatslehre, pp. 31 ss.). Si en algún caso reconoce
que tal cuestión está justicada, sus respuestas no son, en general, nada satis-
factorias cientícamente. Y, en todo caso, la Teoría del Estado está muy lejos
de ver en ella su problema fundamental.
La eliminación del concepto del Estado de este momento teleológico esta-
ba, sin duda, justicada si se tomaba en consideración la concepción que del
Estado tenía el Derecho Natural de la Ilustración, en la que la cuestión del
n aparecía unilateralizada de manera racionalista al considerar equivocada-
mente al Estado como una creación arbitraria de individuos para un n cons-
ciente. Es también exacta la objeción de que solo los hombres y no los grupos
pueden proponerse nes subjetivos. Ni cabe poner en duda que el Estado no
es una unidad de n en el sentido de que sus miembros persigan en él y con
él los mismos nes (cf. infra, pp. 219, 221 5.). Hay que reconocer asimismo
que tienen razón los que declaran que, desde un punto de vista cientíco,
no puede llegarse a establecer objetivamente la «misión» política concreta de
un Estado determinado. Pues esta misión —aunque se quiera deducir, a la
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Hermann Heller
manera de los geopolíticos del día, con una pretendida objetividad, de la si-
tuación geográca del Estado de que se trate— depende siempre exclusiva-
mente, lo mismo que aquellos nes psicológicos, de las ideologías, en manera
alguna unitarias, de determinados grupos humanos dentro del Estado. Por
último, hay que considerar también como mal planteada la cuestión del «n»
trascendente objetivo del Estado, en relación con la voluntad divina o con el
destino último del género humano, porque esa cuestión se reere al sentido
universalmente válido, verdadero o justo, del Estado, o sea el problema de
su justicación, problema que no cabe confundir con el del «n del Estado».
Una vez aceptado que tales objeciones se hallan justicadas, hay que reco-
nocer, sin embargo, que la cuestión del n del Estado no solo constituye un
problema de importancia para la Teoría del Estado, sino el más fundamental
de la misma. Pues si bien es cierto que solo los hombres son capaces de pro-
poner conscientemente nes, no lo es menos que el Estado, como toda insti-
tución humana, tiene una función objetiva llena de sentido que no siempre
concuerda con los nes subjetivos de los hombres que lo forman. El Derecho
Natural de la Ilustración había extraído una consecuencia que ha inducido a
error, a partir de entonces, tanto a las ciencias de la naturaleza como a las de
la cultura, a saber, que la nalidad interna de un fenómeno debe referirse a su
creación por una voluntad racionalmente dirigida a un n. Pero, así como la
ciencia no puede llegar a admitir la acción de un creador partiendo de la le-
galidad inmanente del organismo natural, ni de la lógica interna del lenguaje
concluir que ha sido creado por un espíritu del pueblo (cf. supra, pp. 98-99),
del mismo modo no le es tampoco permitido explicar la organización estatal
por un obrar racionalmente dirigido a un n, como v. gr., por un contrato
entre hombres.
La Teoría del Estado, empero, puede y, es más, debe indagar el sentido del
Estado cuya expresión es su función social, su acción social objetiva. Esta in-
terpretación objetiva de Estado hay que distinguirla con precisión de la inter-
pretación psicológico-subjetiva (cf., por ejemplo, Freyer, Theorie d. obj. Geistes,
pp. 36 ss.). Ciertamente que el Estado, como todos los fenómenos culturales
que los hombres realizan, puede ser objeto también de una interpretación psi-
cológica. Tal interpretación indagaría el n subjetivo que los hombres se han
propuesto en un caso concreto o, si se trata de un conjunto de casos, aquel
que suelen normalmente proponerse. De estos nes subjetivos no podemos,
sin embargo, pasar a la unidad objetiva de acción del Estado. Pues si, en aten-
ción a lo general psicológico, se concibe el n del Estado de manera formal e
indiferenciada, si, por ejemplo, se habla, con Jellinek, de un n «para el man-
tenimiento de la existencia y del bienestar individuales», en tal caso ese n no
sería un n especíco del Estado, como el propio Jellinek admite (Staatslehre,
pp. 235 s.), y, por lo tanto, no sería propiamente un n del Estado, ni tampoco
una situación de hecho psicológica que se pudiera comprobar para todos los
miembros del Estado.
Los grandes teóricos del Estado y, entre ellos, especialmente Aristóte-
les y Hobbes, con sus doctrinas sobre el n del Estado, no han querido dar
ciertamente una interpretación subjetivo-psicológica del Estado, sino una
interpretación objetiva. La institución del Estado da lugar en todas partes a
actividades semejantes que tienen una signicación objetiva con un sentido
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Teoría del esTado
comprensible para la vida social en su totalidad. La interpretación de este sen-
tido funcional objetivo no debe confundirse ni con una interpretación psicoló-
gica ni tampoco con la cuestión del valor justo y válido que haya de atribuirse
a la institución estatal.
Las acciones que ejerce el Estado, como causa, dentro del todo social se
determinan con la misma objetividad que las funciones que poseen ciertos
órganos en el organismo animal o vegetal para la nutrición, reproducción o
defensa. Lo causal y lo teleológico no constituyen oposiciones de principio
en la comprensión de la realidad social (Wundt, Logik, 1919, pp. 197 ss.). El
Estado no es posible sin la actividad, conscientemente dirigida a un n, de
ciertos hombres dentro de él. Los nes establecidos por estos hombres actúan
causalmente sobre otros hombres como elementos motivadores de sus volun-
tades. La realidad del Estado, el cual ha de ser supuesto aquí como unidad,
consiste en su acción o función, la cual, tal como ella es, no precisa que sea
querida como n, ni por todos los miembros ni siquiera por uno solo. El Es-
tado existe únicamente en sus efectos. «La función es la existencia pensada
en actividad» (Goethe). La acción objetiva del Estado sobre hombres y cosas
es separable de los actos físicos de su nacimiento y puede explicarse, por eso,
sin tener en cuenta su nacimiento psicológico, como contenido objetivo de
sentido. En cuanto acción objetiva, la función inmanente del Estado se distin-
gue claramente tanto de los nes subjetivos y misiones que le adscriben las
ideologías de una parte de sus miembros, como de cualesquiera atribuciones
de sentido de carácter trascendente que se reeran a su fundamento jurídico
(cf. infra, p. 234 5.).
Como todas las funciones sociales, que nacen y se mantienen exclusiva-
mente mediante actos de voluntad humana socialmente ecaces, también la
función del Estado es algo que se da y plantea a la voluntad humana. La fun-
ción del Estado nos es necesariamente dada por una situación cultural y natu-
ral. No es nunca una mera situación natural la que reclama la función estatal.
Hácese está una necesidad que domina nuestro obrar en el momento en que
se produce una determinada situación cultural, a saber, cuando los pueblos
se hacen sedentarios. El asentamiento en un determinado lugar geográco,
limitado por la vecindad de otros pueblos, hace precisa una unidad de acción
para la protección de este espacio, así como para su eventual ampliación. Esta
necesidad de una solidaridad territorial para las cuestiones que de tiempo en
tiempo se presenta en lo exterior, no es capaz, sin embargo, ni con mucho, de
fundamentar la función de lo que desde el Renacimiento conocemos como
Estado. Hay que agregar un alto grado de división del trabajo social y, con-
dicionada por ella, una cierta permanencia y densidad de las relaciones de
intercambio e interdependencia. Esa intensidad de una conexión permanente
de vecindad es lo que hace necesaria una organización territorial permanente
y unitaria esencialmente referida a la demarcación espacial, organización a
la que se da desde Maquiavelo el nombre de Estado. Los modernos Estados
territoriales fueron desconocidos en la Antigüedad y en la Edad Media. Una
organización comparable al status político actual solo podía desarrollarse
entonces en aquellos lugares donde, como consecuencia de los mercados, se
concentraban en un breve espacio división de trabajo e intercambio, a saber,
en las ciudades. Por esta razón también, encontramos los inicios del Estado
moderno en aquellas ciudades donde se dan, al grado máximo de desarrollo,

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