Hora cero - 26 de Febrero de 2011 - El Mercurio - Noticias - VLEX 253678570

Hora cero

Rachel Saavedra de turno en el hospital de Arauco.

Gabriel Muñoz durmiendo en la parte alta de Constitución.

Deimond Espinoza en su pieza compartida con diez personas en la cárcel de Chillán.

El cuerpo de Manuel López en una urna en Caleta Tumbes.

Felipe Tapia en una cita romántica en Farellones.

Illary Galleguillos durmiendo en paz en su pieza, en su casa, en el 0847 del pasaje Camarones, Villa los Héroes, Maipú. Había tenido un gran verano. Una semana antes detuvo a su papá en la casa y le dijo:

-Tengo el pololo que quiero, voy a entrar a la carrera que quiero, tuve mi fiesta de graduación y me fui de vacaciones. Estoy muy feliz.

Su papá la miró satisfecho. Con 18 años cumplidos su hija no daba disgustos: sacó 812 puntos en la PSU de matemáticas y 760 ponderados, suficientes para matricularse en ingeniería civil en la Universidad de Chile, uno de sus sueños. El otro era bailar: desde niña integró distintos talleres, que fue combinando con una activa participación social en el Liceo Carmela Carvajal, donde fue una de las coordinadoras de la revolución pingüina. Pese a que sabía que su carga de estudios aumentaría considerablemente, se negaba a dejar su lado artístico de lado: audicionaría, fuese como fuese, el 26 de marzo en el ballet folclórico Antumapu.

Cuando bailaba Illary brillaba como su nombre en quechua: un amanecer resplandeciente, fulgurante.Â

No la dejaron irse de vacaciones con su novio: sus papás solían sobreprotegerla. Esa noche, apenas, empezó el movimiento salió corriendo de su pieza y abrazó a su papá en el umbral de la escalera. La casa crujía como nunca antes.

La última semana del verano es en Santo Domingo. Juan Morandé, 20 años, estudiante de periodismo, pasa siempre las vacaciones con su familia en Pucón, pero febrero lo cierra hace años en Santo Domingo, y ahí todas las noches las cierra en Llolleo, en la discotheque Gabbana.

Esa noche, junto a Arturo Ríos, con quien alojaba, fue a una previa en la casa de una amiga. Fueron a buscar a dos amigos más en la Nissan Terrano de Juan. A las dos de la mañana entraron al local

Juan se separó de los amigos con que había ido, para toparse con los que fue a ver: gente de su colegio, el Cordillera y gente de su universidad, la del Desarrollo. El aire estaba caliente, todos traspiraban. Había dos mil personas esa noche. Apenas quedaba espacio para moverse.Â

Después de bailar con una amiga, Juan fue hasta la barra.

- Buena, José, ¿cómo estamos?- dijo, saludando a un amigo. Conversaron unos minutos, cuando se puso a temblar.Â

- Oye, ¿qué onda, por qué se mueve la gente?- preguntó Juan.

Se rieron. Era, todavía, un temblor. Pero se cortó la luz. Polvo cayó del techo.Â

- !Vamos a la salida¡- gritó Juan, mientras las botellas se reventaban contra el piso.

-No, hueón, quedémonos acá. La gente está vuelta loca. Quedémonos acá.

-No, toy cagao de miedo. Voy a salir.

La discotheque se zamarreaba. Cada vez había más polvo. Pensó: el techo no va a aguantar mucho más. Se movió a empujones entre la gente, siguiendo a la masa de personas que se agolpaba en la salida de emergencias.

Estaba a punto de salir.Â

Pero antes comprobó que tenía razón: el techo se cayó.

Constitución esperaba una fiesta. Por primera vez, la semana maulina terminaría su festejo con un show de fuegos artificiales y unas cien personas acamparon en el islote Cancún, en medio del río Maule, para tener la mejor vista. Ahí estaban el hijo y las dos nietas de Gabriel Muñoz (58 años), pescador de la zona.Â

Gabriel había llegado de una jornada de pesca y prefrió descansar en su casa, ubicada en altura. Un aire tibio se paseó entre las casas cercanas a la costa, el mar refrescó el clima y la luna se hizo inmensa a medida que avanzó la noche.

Constitución esperaba una fiesta.

A Felipe Tapia no le gusta ir al teatro, pero fue igual; nunca antes había ido de noche a Farellones, pero a las doce y media estaba subiendo en un Chevrolet Corsa. Venía llegando de una semana de vacaciones en el norte: dividió su tiempo entre Punta de Choros y el Valle del Elqui. Psicólogo de la Universidad Central, trabajaba en la reinserción de reos en Valparaíso.

Llegó de su descanso el jueves y el viernes, no muy convencido, decidió juntarse con una joven que había conocido semanas antes. Era la segunda vez que se veían. Terminada la obra, ella le dijo:

-Tengo ganas de hacer algo distinto. Me da lata ir a tomar a un bar.

Él pensó: de todas maneras. Y dijo:

-Sí, yo también. ¿Qué puede ser?

Con 30 años, hasta diciembre pasado vivía junto con dos amigos en una casa que arrendaban. Vencido el contrato se pusieron de acuerdo para pasar el verano en la casa de sus respectivos padres y buscar departamento juntos de nuevo en marzo.

Pasaron a comprar un vino y pasada la medianoche subieron a Farellones, en el auto de ella. Cerca de las una de la mañana se instalaron en la curva nueve. Conversaron.

Al rato llegó otro auto; cuatro jóvenes muy ruidosos. Ambos decidieron ir una curva más arriba para tener más intimidad. Había luna llena. Apenas empezó a temblar, Felipe dijo:

-Deberíamos corrernos unos metros más adelante. Puede caer algo de cerro.

Se movieron.

-No me dejes sola esta noche - le dijo Rachel Saavedra (28 años), matrona del Hospital de Arauco y egresada de la Universidad de Concepción, a Cori, la técnica en enfermería. Sus ojos estaban fijos en el mar y no le gustaba lo que veía. Había algo en la brisa. Había algo en la niebla. Cori se quedó con ella.

Rachel es de Arauco, dónde vive con su mamá, su hermana y su hijo de seis años que, esa noche estaba con los abuelos paternos, en Talcahuano.

Esa madrugada, había un parto programado: Macarena Lagos (18 años) esperaba el nacimiento de su primer hijo.Â

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