Una historia de amor y muerte en un hogar psiquiátrico - 21 de Febrero de 2015 - El Mercurio - Noticias - VLEX 558160402

Una historia de amor y muerte en un hogar psiquiátrico

-Nunca entendí lo de los pestillos, por qué nos encerraba ella.

María Cossio había nacido en ese mismo pueblo, a pocos kilómetros de ahí, la quinta de siete hermanos. Su papá los abandonó de niños. Cuando tenía 10 se fueron a Paillaco, el pueblo vecino. A los 12 se puso a pololear. A los 16 se casó. Tuvo cuatro hijos. Como la mayoría de las mujeres de la zona en ese tiempo, se dedicó a criarlos. Su marido trabajaba en una bomba de bencina. Tenía un carácter hosco. Era violento. El 31 de octubre de 2005 María fue a la fiscalía. "Llevo 18 años de casada. He hecho múltiples denuncias a los juzgados de letras por las agresiones físicas y psicológicas que he sufrido de parte de mi marido. Ayer estaba en labores de la casa, preparando un cumpleaños, cuando él llegó a la casa gritándome palabras como puta, perra culiá y otras, porque yo había ido a preguntar al servicentro por él, ya que no había llegado a dormir. Le serví el almuerzo, se lo tiró al perro, me escupió, tomándome del pelo. Me apretó la garganta. Pude contener la situación, porque estaban mis hijos". En enero de 20 07 fue nuevamente: la había arrastrado una cuadra del pelo.

"Sabíamos que no estaba bien", dice su mamá. "Pero no se atrevía a separarse, incluso después de que él tuviera un hijo por fuera del matrimonio. Ella siguió intentando que funcionara".

María empezó a buscar trabajo. Reumén, desde los 90, se había llenado de un puñado de casas de reposo para ancianos y enfermos psiquiátricos. La tranquilidad del pueblo era ideal para el giro. María se hizo cargo de uno de los turnos en el hogar Magaly Zapata. Era un trabajo duro, pero le encantaba. Llegaba en colectivo desde Paillaco a las nueve de la mañana y se iba a la misma hora del día siguiente. Sufría, más que nada, bañando a los enfermos antes de entregar el turno: muchos no querían, otros tenían problemas de movilidad. Algunos eran agresivos. María era alegre. Les organizaba los cumpleaños y cada tarde, a la hora de la once, los hacía cantar y bailar rancheras. También les cortaba el pelo; había salido con esa especialidad desde la escuela técnica. Les tenía prohibido acostarse de día, sin importar lo tristes que se sintieran, los instaba a hacer actividades. Cuando llevaba más de un año, tuvo que dejar el trabajo. Según le dijo a su jefa, su marido se ponía demasiado celoso. Trabajó unos meses cosechando berries, a pleno sol. Poco a poco se fue haciendo la idea de separarse de su marido. A mediados de 2013 la llamaron nuevamente del hogar para hacer un reemplazo. Dijo que sí. Tenía 44 años. Allá conoció a un maestro mueblista.

Arnoldo Cáceres se había divorciado hacía 10 años. Más bien, su mujer lo dejó, se fue a Santiago y él terminó de criar a sus dos hijos menores. Volvió a vivir a la casa de su madre, que es, a la vez, el bar de Reumén. Arnaldo Cáceres era muy conocido en el pueblo: la mayoría de los habitantes tienen un mueble suyo en sus casas. Era evangélico, había decidido no volver a emparejarse, más que por la religión, para no volver a sufrir. La llegada de María al hogar alteró ese plan. Sabía que estaba casada, sabía que su esposo era celoso, pero iniciaron una relación en secreto. "La trajo a la casa un día", dice Carolina, su hija. "Parecía un adolescente, estaba muy feliz. Tuvimos que guardarle el secreto".

La mañana del 6 de abril de 2014, pasadas las siete y media, Arnoldo golpeó varias ventanas del hogar, incluida la de Roberto Lancapichún, que ya empezaba a ahogarse con el humo. Le declaró a la policía: Como la Mari no me respondía, salté el cerco de lata y por la parte interior de la casa, con un golpe fuerte, pude abrir la puerta de atrás, que da a un pasillo. Me dirigí a la cocina, que estaba llena de humo, y alcancé a ver a la Mari salir de la pieza de la cocina a leña, con llamas alrededor. Le pedí que saliera conmigo, traté de agarrarla, pero ella gritaba: mi Pepón, mi Pepón.

Pepón era Abraham Julian, que llevaba 20 años exactos en el hogar. Había crecido en Panguipulli, hijo de una de las familias árabes más conocidas del sur de Chile. Tenían, de hecho, los almacenes más grandes de la zona. A él le tocó administrar uno de ellos, El Candado. De joven le habían diagnosticado esquizofrenia, pero llevaba una vida medianamente funcional: no tenía más de dos crisis al año, siempre cuando dejaba de tomar sus medicamentos. Durante la Unidad Popular, su almacén quebró, en parte por los vaivenes económicos, pero también por una administración inocente: muchos vecinos se aprovechaban de él. El 93 falleció su madre. Él quedó instalado en una cabaña cómoda, equipada, viviendo solo. A los dos meses llamaron a sus familiares de Osorno para que fueran a verlo, porque estaba durmiendo en el suelo, sobre una frazada, no tenía nada más. Nadie de sus hermanos pudo cuidarlo. "Era una enfermedad con mucho estigma social", dice Hugo Calderón, su sobrino, que coordinó su internación en el hogar de Reumén. "Los esquizofrénicos eran discriminados, se tendía a ocultar un poco". Abraham Julian era el único del hogar que podía seguir las noticias. Sabía a cuánto estaba el dólar, la UF. Era muy culto, desde joven tenía la costumbre de devorarse el almanaque. Los fines de semana leía El Mercurio completo. Sus descompensaciones jamás eran violentas, solo se ponía a caminar por la casa, filosofando en voz alta. Era el favorito de María, a ella le costaba entender por qué estaba ahí, lo veía muy normal. Casi nunca lo visitaban. Seguía fumando...

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