Escenas de Adolfo Couve (estudio en cinco miradas). - Núm. 28, Septiembre 2003 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 56593264

Escenas de Adolfo Couve (estudio en cinco miradas).

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La reciente aparición de la Narrativa completa de Adolfo Couve (Santiago: Seix Barral, 2003), con prólogo de Adriana Valdés, (1) y la exposición retrospectiva de su pintura en el Museo de Bellas Artes el año pasado (junto a la publicación de un excelente volumen que recoge su obra plástica) (2) son una oportunidad para volver con calma a leer y mirar sus trabajos, dotados ahora de esa completitud aparente que el tiempo confiere de modo retrospectivo (y que a la crítica le corresponde cuestionar, poner en crisis).(3) Más que hacer juicios globales sobre esa obra, para lo cual tal vez estamos todavía demasiado cerca, las siguientes páginas intentan retornar ciertas ideas esbozadas en un texto propio de hace algunos años (4) y, a partir de unos pocos pasajes de la obra de Couve que me siguen rondando, buscar qué hay en sus libros que hace volver a leerlos e invita a persistentemente interrogarlos.

Las obras literarias de Adolfo Couve, escritor y pintor, suele señalarse, están llenas de "cuadros", ya sea como citas o parodias de la tradición pictórica, ya sea como imágenes literarias cuya fuerza proviene de su conversión a términos visuales en la imaginación del lector (o, mejor, de la tensión entre escritura e imagen que su descripción suscita). Adriana Valdés habla de la "perfección cincelada de una imagen, que permanece en la memoria", de esos pasajes compuestos como cuadros que "se recuerdan en una súbita imagen que condensa el transcurrir de las historias" (5), formulación que no en vano recuerda las "imágenes dialécticas" descritas por Walter Benjamín. Ahora bien, en realidad más que de imágenes (cuadros estáticos, pinturas), creo que se trata de escenas, en el sentido dramático de la palabra a la vez que en su sentido psicoanalítico, es decir, imágenes que forman parte de un relato, cuadros que sirven de emblema a un conflicto, y que por tanto implican ecos de otros cuadros.

Los mejores momentos de su obra tienen que ver, a mi parecer, con ese dramatismo, con la escenificación de situaciones que sintetizan conflictos, más que con la maestría estilística que suele atribuírsele. Tienen que ver con esa impostación de la voz, esa impostura que permite el nacimiento de la ópera renacentista, involuntaria parodia de un modelo ya perdido irremediablemente.(6) Encuentro huellas de esta concepción en el texto de la contratapa del segundo de sus libros (En los desórdenes de junio), que no puede haber escrito sino él: "¡Cuán distante está el hombre de la figura que le toca representar! Esta paradoja hace sentir a nuestro autor lo más profundo de la tragedia humana como histriónico. Estos seres de pantomima gustan cambiar a menudo de disfraz. ¿Dónde termina el disfraz? ¿Dónde comienza el hombre? Como Mercucio, calzándose la careta para ir a la fiesta de los capuletos, parece decirnos Couve: 'Una máscara para otra máscara'."

No me interesa aquí encontrar el rostro tras la máscara, ni levantar el velo con que voluntariamente se disfraza Couve. Me interesa, al contrario, demorarme en la lectura de esa superficie enmascarada, descifrarla contemplándola insistentemente, deteniéndome en las grietas, describiendo sus contornos y entendiendo a qué refiere ese disfraz: qué otras máscaras la circunscriben y obsesionan, a qué moldes nos envía su factura. "Aquí vengo a liquidar imágenes", declara Couve al final de su primer libro, Alamiro. Yo no vengo a liquidarlas, sino tal vez a desencadenarlas, como se desencadena una tormenta. Soltarlas, dejar que salgan del marco. Leerlas, verlas, transcribirlas. Leer los cuadros de Couve como un libro, mirar sus libros al sesgo, demorándose en los pliegues de la tela o de la página. Ver no lo que está entre líneas, sino lo que está más acá, los límites de la escena.

La cabeza cortada

La comedia del arte, última obra publicada en vida por Adolfo Couve, concluye con una escena en la que Marieta, la ajada modelo, lleva la cabeza cortada del pintor Camondo sobre su falda. La continuación de esa novela, Cuando pienso en mi falta de cabeza, retorna el tema de la cabeza cortada, que Adriana Valdés relaciona en el prólogo con "la pérdida del rostro, la desidentidad" [21], y cuya repetición interpreta como intento de crear el "equivalente visible de un encuentro irrepresentable: el encuentro de la locura como trauma." [25] El mismo Couve, refiriéndose a la escena final de La comedia ..., (7) la relaciona con el final de Rojo y negro, la novela de Stendhal, en el que Matilde (Marieta) lleva en un carruaje (el taxi) la cabeza cortada de Julien Sorel (Camondo). Sin embargo, hay otra cabeza cortada que se superpone a ésta en mi lectura: la de Juan Bautista.

Flaubert describe la escena en uno de sus Tres cuentos ("Herodías"): la hija de Herodías, amante de Antipas, danza para él. Enardecido, Antipas le ofrece cualquier cosa: "¡Ven! ¡Ven! ¡Tendrás Cafarnaún! ¡La llanura de Tiberias! ¡Mis ciudadelas! ¡La mitad de mi reino!" La bailarina, entonces, se detiene. Tras un momento breve de suspenso, con voz infantil, enuncia su deseo: "Quiero que me des, en un plato, la cabeza de Iokannan (Juan Bautista)." La cabeza llega, al poco rato. El verdugo la pasea, puesta sobre una bandeja, por entre los invitados.

Oscar Wilde, más adelante, escribió una obra de teatro sobre el mismo tema, que a su vez sirvió de base al libreto de una ópera de Richard Strauss. Mallarmé...

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