Érika sobreviviendo a Olivera - 2 de Julio de 2016 - El Mercurio - Noticias - VLEX 644192165

Érika sobreviviendo a Olivera

Son las 12:15 horas del martes 21 de junio. La Presidenta Michelle Bachelet da un discurso, destaca su historia de vida, sus momentos difíciles, los barrios en que vivió, su sacrificio para superar eso. Definitivamente hoy no quiere mentir.

Dos leyendas del deporte chileno, Nicolás Massú y Marlene Ahrens, la saludan. Ambos conocen el honor que le han asignado esta mañana, pero Érika Olivera sigue con una mueca forzada, que muestra los dientes, pero no parece una sonrisa. La Presidenta le dice que se anime y le hace un comentario por lo delgada que está. Ella se dice a sí misma: ojalá no me hagan esa pregunta.

Érika Olivera sale al patio de los Naranjos; está repleto de periodistas, de cámaras, hace móviles en vivo, entrevistas cortas, graba saludos. Casi termina: quizá no tenga que mentir hoy.

Con la bandera en la mano cruza un umbral del palacio, cuando la detienen nuevamente. Última ronda de preguntas. Ahí viene:

-Érika, por tu historia de vida, y como mujer, me imagino que para ti y tu familia es un honor que te hayan elegido...

-Ahí es, ahí pasó todo.

Érika Olivera apunta a una casa de la población Carol Urzúa, en Puente Alto. Es un lunes frío de junio y ella, con lentes oscuros, no quiere caminar por el pasaje 15 hacia adentro, no quiere acercarse.

-La gente del barrio cree que es de agrandada o como si me diera vergüenza venir de donde vengo, pero no es eso, es que me siento mal, me hace mal venir. No sé si está arrendada o vive mi familia todavía -dice. Después se soba las manos, mira su teléfono y pide una pausa: necesita ir al baño. Hace dos llamadas, toca un timbre, no está su vecina conocida, pero pasaje adentro no entra.

A mitad de cuadra está: una sencilla casa pareada con las rejas rojas, con plásticos en las rejas. Érika Olivera vivió ahí, Érika Olivera lloró ahí, Érika Olivera corrió ahí, Érika Olivera peleó ahí, pero prefiere ir al baño en un negocio.

Su familia vivía originalmente al otro lado de Santiago. Ella pasó los primeros cinco años en Quinta Normal, en una inmensa especie de parcela de su abuelo paterno. Después, con su mamá y su hermano mayor, se cambiaron a una mediagua, sin servicios y con el piso de tierra, en un campamento cercano, con el pastor evangélico argentino Ricardo Olivera. "Yo siempre le dije papá y tenía su apellido, así que para mí fue mi papá siempre. Mi hermano mayor tenía otro apellido, Oyarzún, pero mi mamá nos decía de chicos que era porque se habían equivocado en el Registro Civil. Cómo seríamos de inocentes, que lo creímos".

La infancia de los Olivera comenzó a girar casi exclusivamente alrededor del culto; los feligreses del campamento repletaban la mediagua, los domingos tenía que asistir a las prédicas callejeras y a una escuela bíblica, que duraba toda la tarde. "Era un régimen bien autoritario; teníamos que pedir permiso para comer un pedazo de pan o para ir al baño. Con 5 años hacíamos aseo, lavábamos ropa. Si hacíamos algo mal teníamos que rezar de rodillas toda una tarde contra la pared. El pastor, a mi hermano lo tomaba del cuello, lo lavaba con agua fría. A mí me tocaba lo otro".

Érika Olivera cree que hay cosas que parecen una virtud en un principio, pero pueden ir mutando en un defecto. Como la buena memoria. "Debo haber tenido 5 años la primera vez que me abusó en el campamento. El dormitorio estaba empapelado con un papel mural rojo tipo kraft, él mismo lo había forrado. Él empezó mostrándomelo como un juego, con caricias y después fue avanzando. Esa primera vez no entendí lo que pasó, era una niña, no cachaba nada. Él siempre decía que eso nadie lo tenía que saber. Pasó varias veces más y después nos fuimos a Puente Alto. Yo estaba feliz. Creía que al irnos a una casa sólida, con más vecinos, eso se iba a acabar".

Érika Olivera no quiere entrar al pasaje.

-Pero ahí siguió peor.

Los lunes, la mamá de Érika Olivera, como esposa de pastor, participaba de las Dorcas, un grupo de mujeres evangélicas, pastoras, dedicadas a coordinar el servicio social. A la misma hora, su hija volvía del colegio a la casa de la población Carol Urzúa, aterrorizada. "Era el día más horrible. Me acuerdo caminando hacia la puerta. Estaba sonada, nomás; tenía que llegar y aceptar. Tenía que pasarlo con él. Apenas tenía la oportunidad, era llegar y llevar para él. Mientras yo no me pude defender, él hacía lo que quería conmigo. A veces, en la noche, él iba al dormitorio nuestro y ahí molestaba un poco, me tocaba cuando estaban mis hermanos. Pero generalmente las cosas se daban en el día, cuando mi mamá no estaba, porque él no trabajaba o lo hacía en turnos como inspector de micros. Después, mi mamá llegaba en la noche y yo había estado llorando todo el día. Me demoré en contarle".

Ya en Puente Alto, la familia Olivera creció más: llegaron a ser seis hermanos. Felipe fue el cuarto: "Fue difícil crecer así, viendo eso, porque todos nos dábamos cuenta. Él es mi papá, pero lo que hizo es lo que hizo: él se encerraba con la Érika y sabíamos lo que pasaba ahí, lo vimos. Éramos chicos, pero debimos hacer algo. Mi mamá fue siempre muy sumisa a él", dice a "Sábado".

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