Cuatro cronistas de regalo - 13 de Diciembre de 2014 - El Mercurio - Noticias - VLEX 548551690

Cuatro cronistas de regalo

La caja de navidadDonde estaba la casa de mis abuelos hay una bomba de bencina.

A media tarde estaciono y, mientras el sol cae sobre las resecas lomas del Chena, busco un recuerdo, una seña de lo que alguna vez hubo ahí.

Freire 55 -la dirección de la casa-quinta, alguna vez cruzada por gruesas acequias con las que se regaban parras y duraznos, paltos, caquis, cerezos, jacintos y rosas- es ahora una fría losa de cemento que sigue colindando con las añosas casonas de la fragante manzana.

En dirección a la línea del tren, una cerca permite acceder a un descuidado patio sin más vegetación que maleza relicta.

Tras dar unos pasos, diviso un cuarteado y ennegrecido tronco que me resulta familiar. Es la vieja higuera sin sus sempiternas hojas nervudas y esas interminables ramas, en las que uno podía caminar hasta el cielo. Gracias a ella, cada vez que había un problema podías cobijarte en las nubes.

Con poca esperanza, hurgueteo en su corteza buscando la marca que alguna vez hice ahí.

Mientras lo hago la casa se vuelve a animar.

Ahí está la Mina, que es como todos llamábamos a la Guillermina: la Tita, la abuela. La profesora de castellano que, para sus alumnas, imprimía pruebas y apuntes en una budinera con gelatina. En casa tenía su imprenta. También una biblioteca vidriada con los escritores chilenos que más le gustaban (Barrios, Rojas, D'Halmar, la Mistral por supuesto). Frente a ella, un largo mesón en cuyas gavetas guardaba los libros que hacía ella misma: cancioneros, libros de cocina con personalísimas recetas que iban desde su propia versión de los completos del Dominó, hasta las empanadas fritas de loco y el punto alto de su factoría: la torta de nuez.

Allá el Tata Alberto, el abuelo, el jubilado de ferrocarriles que se vanagloriaba de que su casa había sido construida con la misma tecnología holandesa con la que se habían levantado los diques de Zandkreekdam y más tarde la Maestranza de San Bernardo. "No se puede caer", decía, cada vez que la sacudía un temblor.

En la higuera, no encuentro el dibujo.

Es 25 de diciembre y la gran mesa se apresta, desde temprano, a recibir los platos con que se celebra la más esperada fiesta del año. En la cocina, suaves olores anuncian la puesta a punto del lomo al horno, la lengua con papa mayo, el pato con soya que hacía el tío chino, casado con la hermana de mi mamá. A un costado de la chimenea, el abeto repleto de colgajos, nieve algodón y guirnaldas de luces que centellean sobre cintas y papeles...

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