Conductores - 19 de Diciembre de 2014 - El Mercurio - Noticias - VLEX 549488354

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Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue el mareo. Un fuerte vértigo cuando bajé del auto de mi amigo y puse nuevamente pies en tierra firme. Me fui derecho a la cama y ese fue el momento en que supe que nunca manejaría. Mi padre estuvo en la Escuela Naval y recién vino a saber que se mareaba con ocasión del viaje de instrucción en la "Esmeralda". Pasó 6 meses tumbado en la litera de su camarote y apenas bajó en dos o tres puertos, sostenido por sus compañeros. Hasta ahí llegó su carrera naval, aunque más tarde trabajó como técnico balístico en lo que entonces se llamaba Subdepartamento de Municiones. Contiguo a este se encuentra el Club Naval de Campo de Las Salinas, que él ayudó a construir cuando era una simple cabaña a la que llamaban "El refugio". ¿Por qué nunca pregunté a mi padre qué hacía él ocupándose de municiones de guerra y levantando sedes sociales en una población naval?

El mareo era cosa hereditaria -lo sabía-, aunque no esperaba que cayera sobre mí con motivo de la primera lección sobre cómo conducir un vehículo. Creo que al aferrar la dirección miraba no hacia delante, sino hacia abajo, en dirección a la calzada que íbamos dejando atrás, y fue así como me mareé. Cierta vez, en 1970, antes de la llegada de mis hijas, yo mismo subí a la "Esmeralda", invitado a tomar té por su comandante. Era una apacible tarde de verano y la embarcación se hallaba atracada al molo, pero no duré ni 10 minutos a bordo. El casi imperceptible balanceo bastó para marearme.

Me imagino que la psicología del conductor de automóviles está suficientemente estudiada. Yo soy solo testigo de ella cada vez que soy conducido por alguien, una posición -la de acompañante o pasajero- desde la que puedo observar la tensión del que va al volante y las infracciones que él y los demás cometen a cada instante, tratando de ganar espacios a como dé lugar y utilizando la bocina como implacable castigo que aplicar a cualquier conductor que hace lo...

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