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Capítulo V: El funcionamiento de los poderes públicos

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DERECHO CONSTITUCIONAL E INSTITUCIONES POLÍTIC AS
CAPÍTULO V
EL FUNCIONAMIENTO DE LOS PODERES PÚBLICOS
Naturaleza del régimen establecido por la Constitución de 1958
Si, para definir el rég imen, lo comparamos con las formas de la clasifica ción
tradicional, aquella a la q ue más se aproxima es al parlamentarismo.
Parlamentaria, la Constitución de 1958 lo es en la medida en que asocia lo s
diferentes órganos al ejercicio de las funciones estatales; también lo es por el prin-
cipio que establece de la responsa bilidad del Gobierno ante la Asamblea y por la
irresponsabilidad política del Jefe del Estado. Pero este parlamentarismo no es el
que habíamos conocido bajo la III y la IV Repúblicas, en el que la primacía de hecho
de la representación nacional empañaba la divis ión de poderes hasta el punto de
que el Gobierno, bajo la tutela de la Asamblea, sólo aparecía como el ag ente de
ejecución de sus decision es, salvo en los per íodos de crisis.
La Constitución de 19 58 restablece una auténtica dualidad de poderes. Nos
vemos tentados entonces a deducir que lleva a cabo una vuelta a lo que se llama el
parlamentarismo histórico, es decir, al régimen que estuvo vigente bajo la Monar-
quía de Julio. En realidad, la asimilación no parece exacta. El dualismo de poderes
no tiene hoy en día por objeto asegurar el equilibr io en tre dos fuerzas sociales
concurrentes: una innovadora y otra conservadora. Su razón d e ser, ya lo hemos
visto (vid. supra), es asegura r por encima de la rivalidad de tendencias y de progra-
mas, natura l en una democracia pluralista , la continuidad del Estado.
Así pues, se ha pretendido, equivocadamente, que la Constitución de 1958
reproduce el esquema del parlamentaris mo orleanista (vid. D. Duverger, Institutions
politiques et droit constitutionnel, 5.a ed., p. 668). Ciertamen te, en el momento en que
se proponí a a l a vo tación popular era muy ef icaz para los enemig os del texto
presentarlo como de la época de Guizot. Era una humorada pasajera que, científica-
mente, no merecía sobrevivir a las circunstancias en las que fue pronunciada.
La Constitución establece, en efecto, instituciones que, incluso antes de que la
experiencia haya confirmad o su naturaleza, eran manifiestamente incompatibles con
el parlamentarismo, orleanista o clásico. Estas instituciones son el referéndum deci-
dido solamente por el Jefe del Estado y la dispensa de refrendo para algunos de sus
actos más importantes. Lo propio del r égimen parlamentario es que la acción del Jefe
del Estado, si es posible, se ve disimulada por el refrendo ministerial. Por eso se
explica perf ectamente la evolución en la que el Gab inete, cansado de cubrir al
Monarca o al Presidente, ha mostrado que si quería ser derribado sólo lo sería sobre
posiciones que hubiera elegido él mismo. Así, la Constitució n de 187 5 conc edía
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GEORGES BURDEAU
competencias considerables al Presidente (afirmando que instituía « un Jefe de Estado
relegado a un segundo lugar», Duverger desconoce, por las necesidades de su tesis,
tanto la letra de la ley constitucional del 25 de febrero de 18 75 como la intención de
sus autores), pero el Presidente de la III República no pudo, finalmente, ejercer
ninguna de ellas, pues los ministros que asumían su responsabilidad las confiscaron.
En la Constitución de 1958, el estatuto del Presidente de la República es muy
diferente. Sin dud a, sus poderes gubernamentales son escasos, pero recibe la misión
de mantener la continuidad del Estado (lo que no es original, pues el papel de todo
Jefe de Estado parlamentario es encarnar, más allá de los Gobiernos pasajeros, la
permanencia del Estado) y, sobre todo, se le da, con el referéndum y la disolución,
la posibilidad de cumplir efectivamente esta función.
El ejercicio de este poder, según la evolución previsible (vid. G. Burdeau, Rev.
franç de sc. pol., 1959, p. 99), debía con ducir a la V República fuera del marco pa rla-
mentario que se había creído organizar par a ella.
La na turaleza del régimen que resulta de la práctica política
En el espíritu de lo s autores de la Constitución, el Presidente de la República,
garante del interés superior del Estado, no está en el mismo plano que el Gobierno
y el Parlamento, que gestionan los asuntos «normales» del país. No debería, pues,
haber ningún conflicto entre ellos por la sencilla razón de que los prob lemas de
que se encargan no son del mismo orden. Tratán dose de la actividad política coti-
diana, es el régimen parlamentario el que debe funcionar, mientras que cuando la
existencia misma del Estado se pone en discusión está prevista otra fórmula que se
parece mucho al sis tema presidencia l. No hay, pues, propiamente hablando, una
combi nación de do s regímene s, sino una s uperposi ción que, seg ún la misma
Constitución, tiende a funcionar en coyunturas diferentes (vid. J. Rivero, Regard sur
les institutions de la V République, Dall., 1958, Chron., p. 259).
Este ingenioso sistema no se ha apl icado.
1.° Su funcionamiento suponía que entre el Gobierno y el Parlamento se esta-
blecieran relac iones de tipo parlamentario que, sellan do s u ente nte, les habrían
permitido gestionar a los dos juntos los asuntos del país. Ahora bien, no ocurrió así.
En lugar de apoyarse en u na mayor ía pa rlamentaria, el Gobierno h a toma do su
autoridad como un reflejo de la del Presidente de la República. Si hubiera estado
solo, el Gabinete de Debré hubiera sido derribado seis meses después de su forma-
ción; si no lo ha sido es porque presentó su política como la del Jefe del Estado.
Desde que el Presidente de la Rep ública se encuen tra impl icado en el funciona-
miento de la «parte parlamentaria » de la Constitución, este parlamentarismo queda
desnaturalizado, ya que el Gobierno no es más que un instrumen to del Jefe del
Estado.
2.° Por otra parte, el poder arbitral, lo que he llamado el poder de Estado, h a
ampliado su campo de acción a todos los sectores de la decisión política. Haciendo
esto ha arr uinado lo que podía subsistir de parlamentarismo, pues los medios de su
acción no los ha pedido a una votación parlamentaria, sino directamente al pueblo
por vía de referéndum.
Hay cierta lógica en la votación popular que los constituyentes han cometido
el error de desconocer. Han creído que se podía limitar su alcance a la solución de
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un problema preciso. Pero, en Francia por lo menos, el pueblo no responde a una
cuestión, sino que juzga al hombre que la plantea. Por esto, el poder popular, que,
según el esquema constituc ional, debía compartirse entre todos los órg anos del
Estado, se ha reunido en masa y ha sido llevado en bloque al Presidente de la
República. Era inevitable en estas condiciones que el general de Gaulle, fortalecido
con la idea que se formaba de su legitimidad histórica y de la confirmación que le
valía el referéndum, se considerara no solamente autorizado, sino incluso obligado
por la confianza popular a asumir la totalidad de las competencias estatales.
Para caracterizar esta evolución sería ilusorio hablar de una sustitución del
régimen parla mentario por el régimen presidenci al, pues éste, aunque limita el
campo de acción del Par lamento, implica que, en est e ca mpo por lo menos, el
Parlamento es soberano, lo que no es precisamente el caso actual en Francia. De
manera que resulta que el único calificativo que se puede aplicar a la V República
es el de democracia plebiscitaria. Ningún otro calificativo puede aplicarse más exacta-
mente al régimen, co mo s e po ne d e m anifiesto en las declaracio nes del propio
general de Gaulle en su conferencia de prensa del 9 de septiembre de 196 5: «Lo que
nuestra Constitución supone de nuevo y de muy importante —decía— es, por una
parte, la consideración del pueblo, en tanto que tal y colectivamente, como la fuen-
te directa del poder del Jefe del Estado y, dado el caso, como el recurso directo d e
éste, y, por otra parte, la atribución al Presidente, que es, y sólo él es, representante
y mandatario de la nación entera, del deber de trazar su conducta en los campos
esenciales y de los medios de lle varla a cabo».
Habiendo delegado su soberanía en el Je fe del Estado, el pueblo se ve llamado
a confirmar esta delegación, ya sea directamente, cuando es invitado al referéndum,
ya sea indirectamen te me diante las elecciones, pues éstas no pueden tener otra
plataforma que la actitud tomada por el candidato con respecto a la política presiden-
cial. La personalización d el Poder desvaloriza obligatoriamente las instituciones.
La Constitución ha intentado restaurar el Estado estableciendo su poder por
encima de los partidos. Pero este Estado está tan estrechamente unido a la persona
del que ejerce sus prerrogativas, que no llega a tener una vida autónoma, es decir,
una vida que no esté animada por el aliento del héroe histórico. Se trataba, en el
caso del general de Gaulle, de crear instituciones que pudieran prescindir de la
legitimidad que él mismo encarna y mantener se por la única virtud de su legali-
dad. Este es un problema dramático, ya que se podría creer que tras la desaparición
del general se provocaría el hundimiento del régimen. Si no ha ocurrido es porque
el partido dominante, la U. D. R., y sus aliados, Republicanos independientes, te-
nían interés en mantene r la estr uctura que el régimen debía a su fundador. La
preeminencia del Presidente de la República no se ha puesto en discusión ni por el
Gobierno ni por la mayoría. Por su parte, Pompidou, que no podía pretender iden-
tificar al Estado con su persona, ha tenido la habilidad de confundir sus exigencias
con el servicio que le asegura la institución presidencial. La situación era, sin em-
bargo, diferente de la que existía hasta abril de 1969, pues Pompidou, aunque él lo
haya negado , a parecía como jefe de un partido , mi entras que de Gaulle era el
hombre del 18 de junio. El mantenimiento del régimen en el estilo que debe a la
práctica gaullista se ve así s ubordinado al éxito del Presidente de la República en la
empresa que tiende a hacerle pasar de la calidad de jefe de partido a la de leader
nacional. En sus condiciones más difíciles, es el mismo designio que determina en
la actualidad la actitud de V. Giscard d’Es taing.

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