'Luché tanto por armar una familia' - 8 de Mayo de 2012 - El Mercurio - Noticias - VLEX 369095446

'Luché tanto por armar una familia'

Tengo tres niños: Martín, de 11 años, Mariana, de ocho y José Pedro, de cuatro. La historia de cómo llegamos a reunirnos todos; de cómo mi marido y yo llegamos a ser padres después de nueve años de espera sin ningún problema físico, cruza países, voluntades, los designios de Dios -somos muy creyentes- y, supongo, mucho ñeque personal.Â

Sentirse estéril sin serlo verdaderamente es muy doloroso, desgastador y puede llevar a la desesperanza, pero nosotros, tercos como mulas, nunca bajamos la guardia. Siempre supe que, de alguna manera y algún día, los hijos llegarían a nuestras vidas. George era un hombre aterrizado; yo, una apasionada y una emotiva, una loca en mi persistencia, una optimista incorregible. Él, científico al fin, siempre trató de calmar mi euforia, le bajó el perfil a nuestro dolor. Pero yo veía a nuestros hijos. Quería ser madre y, para serlo, no me importó golpear todas las puertas, volar por todo el mundo, someterme a la escalera completa de tratamientos de infertilidad (tuve cinco fertilizaciones in vitro), llorar mucho, pero también aferrarme a la esperanza durante casi un decenio. Tuvimos, eso sí, un camino arduo, con momentos de franca desesperación, como cada vez que un tratamiento médico fracasaba. Había días en que lloraba tirada en mi cama, cuando de la clínica me llamaban y me decían que, una vez más, no había embarazo.Â

Sin embargo, persistíamos.Â

Es, tal vez, el único consejo que daría a tantas parejas que viven esta angustia: no bajen la guardia, jamás. George y yo jamás nos resignamos a quedarnos sin hijos. Parecíamos tenerlo todo: buenas carreras, sólidas familias de origen, linda casa, amigos, un excelente matrimonio. Pero los niños nos faltaban y, por eso, removimos cielo y tierra. Lo irónico era que, en ese período, cuanto examen de fertilidad existía en Chile nos decía que los dos éramos fértiles y que nuestros espermios y óvulos eran perfectamente compatibles. La medicina, nuestra pasión y nuestra profesión, carecía de respuesta: los hijos no llegaban porque no querían. Era triste y el tiempo pasaba, yo me encaminaba hacia los 35 años, me había casado a los 25. Para no morirnos de tristeza, con George tratábamos de compensarnos. Desde que nos casamos vivíamos en el Norte Grande y habíamos hecho muchas cosas: al principio de mi matrimonio fui médico rural en Pozo Almonte; después partimos a Londres a hacer la especialidad. Yo, dermatología; él, coloproctología. Lo pasamos fantástico, un tiempo inolvidable fue el de Inglaterra. Sólo después de dos años regresamos a Iquique y a su hospital regional. Vivir en el norte nos encantaba, las ciudades eran a escala humana y, después de todo, con mi hermana Krasna, habíamos nacido en Ovalle, aunque nos criamos en Copiapó y Vallenar. Éramos nortinas de corazón, la típica familia chileno-croata que vivía en la tradición de ese país, desde siempre amando su música, su idioma, la comida de la isla de Rab, tierra de mi padre y de sus ocho hermanos.Â

Desde muy pequeñas, mis papás nos habían llevado a Croacia, que en ese tiempo era Yugoslavia. Conocíamos a toda la extensa familia Tomulic, y Rab siempre representó el paraíso para nosotros, una isla preciosa y milenaria que era nuestra segunda casa. Años después, cuando con George recibimos a Martín, nuestro primer hijo, la tierra...

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