La última estación - 8 de Junio de 2013 - El Mercurio - Noticias - VLEX 439941950

La última estación

Fue un amor tardío, otoñal. Cincuenta y cuatro años, dos matrimonios fallidos, tres hijos, él. Cincuenta años, un ex marido, cuatro hijas y un nieto, ella. Sangre inglesa, un metro noventa y seis, el zapato talla 46, él. Sangre chilena con algo de inglesa, un metro ochenta, 43 en el pie, ella. Importante ejecutivo de una cementera inglesa, él. Dueña de un jardín infantil e instituto de inglés, ella. Esa noche, cuando se conocieron en esa comida entre amigos en el restaurante Las Delicias, no pudieron evitar mirarse. Bailaron arriba de las mesas, y ella, astuta, inventó un club: el de los solteros y solteras sin compromiso. Tomó una servilleta de género y la hizo correr para que anotaran su membresía. Ahí quedaron escritos sus nombres: Richard Cheney. Mary Jane Davis.

La servilleta aún existe como recuerdo de ese encuentro de hace 25 años, preludio de un matrimonio donde no hubo hijos, pero sí dos perros labradores que ya murieron de viejos. Richard Cheney y Mary Jane Davis se descubrieron en la adultez tardía, pololearon 18 meses, se casaron y recorrieron un camino que hoy -73 años, ella; 78 años, él- pasa por la estación de la plena vejez. Aunque vejez, viejo, vieja, esas palabras que hablan de lo pasado, añejo y antiguo, del deterioro de la materia y que huelen a muerte, en la historia de ellos logran reinterpretarse y toman un camino inesperado, aunque, como es natural, no se libran de lo inevitable.

-Yo me pregunté: ¿cuánto tiempo me queda para vivir?

-¿Cuánto?

-Yo calculo, entre 10 y 15 años.

Mary Jane lanza la cifra recostada sobre un sillón reclinable tapizado de blanco, en la sala de paredes rojas, que usa con su marido para hojear el diario, tomar un aperitivo, leer novelas o mirar televisión. Está vestida con unos pantalones verde cata, una blusa floreada con toques naranjos, fucsias, rosado y negro, un chaleco blanco y pantuflas de lana. A su izquierda está Richard, reclinado sobre otro sillón, pero de tapiz floreado. Sus pantalones son beige, su chaleco es de lana café sobre una camisa a rayas color pastel. Usa zapatillas.

Acaban de cambiarse de una casa con jardín grande a este departamento con vista a los cerros para simplificarse la vida y recortar gastos; un ahorro que podrá ser reinvertido en los incidentes que la vejez les depare y que, hasta ahora, ha sido con ellos piadosa.

Atardece en Santiago, Richard rellena la copa de vino de su mujer, se sirve un vaso de whisky y ofrece empanadas para picotear.

-Sí, entre 10 y 15 años de buena calidad de vida lista para emprender cualquier locura o simpatía, porque deterioro hay y viene muy rápido, 15 años no es nada -continúa Mary Jane-. Le dije a Richard, qué te parece, pintemos la casa llena de colores y alegría. Yo quiero sentir y ver estos colores todos los días, porque levantan el ánimo, te rejuvenecen. La alfombra de nuestro dormitorio es naranja, ¿sabes tú cómo se ve? fantástico. Pensé: ¿voy a poner gris y blanquito? para qué, si esos son los colores que vamos a tener cuando muertos.

-¿Estuvo de acuerdo con la alfombra naranja, Richard?

-Fue una elección de Mary Jane, pero me gusta.

-Y que opinas de esta pieza -le pregunta Mary Jane apuntando las paredes rojas.

-Esa fue tu elección también. Y también me gusta.

Richard es un inglés de muy bajo perfil, en apariencia muy serio, de maneras de caballero antiguo y hablar pausado. Mary Jane es todo lo contrario. Rubia, energética, de ideas algo excéntricas, y el alma de cualquier fiesta: un bautizo o unas bodas de oro. Por alguna razón el contraste funciona. La decoración del departamento, el pequeño bar lleno de tragos y aperitivos, la forma en que se miran, la suavidad con que se tratan, la mezcla de todo eso hace sentir que aquí hay una determinación por hacer la vida, la vejez, más llevadera.

-Siempre estoy pensando en alguna locura que hacer y debo admitir que Richard me sigue en eso, tengo mucha suerte, y lo pasa bien.

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