El estado (§§ 257 al 360) - Tercera parte - Principios de la Filosofía del Derecho - Libros y Revistas - VLEX 1023483164

El estado (§§ 257 al 360)

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III
EL ESTADO
§ 257. El estado es la realidad efectiva de la idea ética, el espíritu ético como
voluntad sustancial revelada, clara para sí misma, que se piensa y se sabe y cumple
aquello que sabe precisamente porque lo sabe. En las costumbres tiene su existencia
inmediata y en la autoconciencia del individuo, en su saber y en su actividad, su exis-
tencia mediata; el individuo tiene a su vez su libertad sustancial en el sentimiento de
que él es su propia esencia, el n y el producto de su actividad.
Obs. Los Penates son los dioses interiores e inferiores; el espíritu del pueblo (Ate-
nea), la divinidad que se sabe y se quiere. La piedad71 es sentimiento y expresión de
la eticidad que se mueve dentro de los marcos del sentimiento; la virtud política, el
querer el n pensado, que es en y por sí.
§ 258. El estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial, realidad que esta
tiene en la autoconciencia particular elevada a su universalidad, es lo racional en y
por sí. Esta unidad sustancial es el absoluto e inmóvil n último en el que la libertad
alcanza su derecho supremo, por lo que este n último tiene un derecho superior al
individuo, cuyo supremo deber es ser miembro del estado.
Obs. Cuando se confunde el estado con la sociedad civil y es determinado
sobre la base de la seguridad y protección personal, el interés del individuo en cuanto
tal se ha transformado en el n último. Este n es lo que los habría guiado para
unirse, de lo que se desprende además que ser miembro del estado corre por cuenta
del arbitrio de cada uno. Su relación con el individuo es sin embargo totalmente
diferente: por ser el estado el espíritu objetivo, el individuo solo tiene objetividad,
verdad y ética si forma parte de él. La unión como tal es ella misma el n y el con-
tenido verdadero, y la determinación de los individuos es llevar una vida univer-
sal. Sus restantes satisfacciones, actividades y modos de comportarse tienen como
punto de partida y resultado este elemento sustancial y válido universalmente. La
racionalidad, tomada abstractamente, consiste en la unidad y compenetración de
71 Pietät, piedad no en el sentido amplio de religiosidad o en el de piedad cristiana, sino
en el de la ενσέβεια griega (cf. p. ej. Sófocles, Antígona, 924) o la Pietas latina, que unían
la piedad religiosa y la lial.
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la universalidad y la individualidad. En este caso concreto es, según su contenido,
la unidad de la libertad objetiva, es decir, la voluntad universal sustancial, y la li-
bertad subjetiva, o sea, el saber individual y la voluntad que busca sus nes parti-
culares. Según su forma es por lo tanto un obrar que se determina de acuerdo con
leyes y principios pensados, es decir, universales. Esta idea es el eterno y necesario
ser en y por sí del espíritu. Ahora bien, cuál sea o haya sido el origen histórico del
estado en general o de un estado particular, de sus derechos y disposiciones, si han
surgido de relaciones patriarcales, del miedo o la conanza, de la corporación, et-
cétera, y cómo ha sido aprehendido y se ha armado en la conciencia aquello sobre
lo que se fundamentan tales derechos —como algo divino, como derecho natural,
contrato o costumbre—, todo esto no incumbe a la idea misma del estado. Respecto
del conocimiento cientíco, que es de lo único de que aquí se trata, es, en cuanto
fenómeno, un asunto histórico; respecto de la autoridad de un estado real, si esta
se basa en fundamentos, estos son tomados de las formas del derecho válidas en
él. A la consideración losóca solo le concierne la interioridad de todo esto, el
concepto pensado. En la investigación de este concepto, Rousseau ha tenido el mérito
de establecer como principio del estado un principio que no solo según su forma
(como por ejemplo el instinto de sociabilidad, la autoridad divina), sino también
según su contenido, es pensamiento y, en realidad, el pensar mismo: la voluntad. Pero
su defecto consiste en haber aprehendido la voluntad solo en la forma determinada
de la voluntad individual (tal como posteriormente Fichte), mientras que la voluntad
general no era concebida como lo en y por sí racional de la voluntad, sino como lo
común, que surge de aquella voluntad individual en cuanto consciente. La unión de
los individuos en el estado se transforma así en un contrato que tiene por lo tanto
como base su voluntad particular, su opinión y su consentimiento expreso y arbitra-
rio. De aquí se desprenden las consecuencias meramente intelectivas que destruyen
lo divino en y por sí y su absoluta autoridad y majestad. Llegadas al poder, estas
abstracciones han ofrecido por primera vez en lo que conocemos del género huma-
no el prodigioso espectáculo de iniciar completamente desde un comienzo y por
el pensamiento la constitución de un gran estado real, derribando todo lo existente
y dado, y de querer darle como base solo lo pretendidamente racional. Pero, por otra
parte, por ser abstracciones sin idea, han convertido su intento en el acontecimiento
más terrible y cruel. Contra el principio de la voluntad individual hay que recordar
que la voluntad objetiva es en su concepto lo en sí racional, sea o no reconocida por
el individuo y querida por su arbitrio particular. Su opuesto, el saber y el querer, la
subjetividad de la libertad, que en aquel principio es lo único que quiere ser man-
tenido, contiene solo un momento, por lo tanto unilateral, de la idea de la voluntad
racional, que solo es tal si es en sí al mismo tiempo que por sí. También se opone al
pensamiento que aprehende al estado en el conocimiento como algo por sí racional,
el tomar la exterioridad del fenómeno —lo contingente de las necesidades, la falta
de protección, la fuerza, la riqueza, etcétera— no como momentos del desarrollo
histórico, sino como la sustancia del estado. También en este caso es la singularidad
del individuo la que constituye el principio del conocimiento, solo que aquí no es ya
el pensamiento de esa singularidad, sino, por el contrario, la singularidad empírica,
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según sus propiedades accidentales, su fuerza o debilidad, su riqueza o pobreza,
etcétera. Esta ocurrencia de pasar por alto lo por sí innito y racional que hay en el
estado y eliminar el pensamiento en la captación de su naturaleza interna no se ha
presentado nunca de manera tan pura como en la Restauración de la ciencia del dere-
cho de Von Haller. De un modo puro porque en todos los intentos de aprehender la
esencia del estado, por muy unilaterales y superciales que sean los principios que
se utilicen, el mismo propósito de concebir el estado implica servirse de pensamien-
tos, de determinaciones universales, pero aquí no solo se renuncia conscientemente
al contenido racional que constituye el estado y a la forma del pensamiento, sino
que además se ataca a ambos con un ardor apasionado. Esta Restauración debe parte
del difundido efecto que según Von Haller tienen sus principios a la circunstancia
de que su autor ha sabido suprimir en la exposición todo pensamiento y mantener
así la totalidad en una sola pieza carente de pensamiento. De esta manera desapare-
cen la confusión y la molestia que debilitan la impresión que causa una exposición
cuando entre lo contingente se mezcla una alusión a lo sustancial, entre lo mera-
mente empírico y exterior un recuerdo de lo universal y racional, evocando así en
la esfera de lo mezquino y sin contenido lo más elevado, lo innito. Esta exposición
es, sin embargo, consecuente, pues al tomar como esencia del estado la esfera de lo
contingente, en vez de la de lo sustancial, la consecuencia que corresponde a seme-
jante contenido es precisamente la total inconsecuencia de la falta de pensamiento
que permite avanzar sin una mirada retrospectiva y que se encuentra igualmente
bien en lo contrario de lo que acaba de armar.72
72 A causa de su mencionado carácter, el citado libro es de un tipo original. El mal hu-
mor del autor podría tener algo noble en la medida en que se inama contra las falsas
teorías comentadas anteriormente, que tienen su punto de partida fundamentalmen-
te en Rousseau, y sobre todo contra su intentada realización. Pero para salvarse Von
Haller se ha lanzado al extremo opuesto, que es una total carencia de pensamiento
y en el cual no se puede hablar de contenido. Se ha entregado al más amargo odio
contra toda ley o legislación, contra todo derecho determinado formal y legalmente.
El odio de la ley, del derecho legalmente determinado, es el “shiboleth”* por el que
se revelan y dan a conocer de modo indudable el fanatismo y la hipocresía de las
buenas intenciones, cualquiera sea el ropaje que vistan. Una originalidad como la de
Von Haller es siempre un fenómeno notable, y para aquellos de mis lectores que aún
no conocen el libro citaré algunos ejemplos a modo de prueba. En primer lugar, Von
Haller establece su principio fundamental (t. 1, págs. 342 y sigs.) según el cual “así
como en el reino de lo no viviente el más grande oprime al más chico, el más poderoso
al más débil, etcétera, también entre los animales y luego entre los hombres se vuelve
a repetir la misma ley en una forma más noble” (¿seguramente también con frecuen-
cia en una menos noble?) y que “por lo tanto el inalterable orden de Dios establece
que el más poderoso domina, debe dominar y dominará”. Ya se puede ver a partir
de esto, lo cual será conrmado además por lo que sigue, en qué sentido se habla
aquí de poder; no se trata del poder de la justicia y de lo ético, sino de la contingente
fuerza natural. Como prueba de esto alega más adelante (pág. 365), entre otras razo-

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