Voces de Valparaíso
-Me invitaron a participar en un concurso de música ranchera en una quinta de recreo que estaba en Placilla y no le pedí permiso a mi madre porque sabía que me lo negaría. Le dije que iba a la casa de una amiga y me fui a cantar -dice Lucy Briceño cuarenta años después de esa escapada al orden materno, de ganar el primer premio y de que le ofrecieran integrar el show del local con un repertorio de canciones sobre caballos azabaches, cantinas, charros y desengaños al ritmo del acordeón. Eso sucedió cuando despuntaban los años 60 y Lucinda Gioconda Briceño Riquelme recién era una veinteañera de potente voz que se delineaba los ojos con tonos fuertes, y que prefería acicalarse con brillos mexicanos antes que vestirse de flores huasas. Entonces las cuecas sólo las bailaba y las que había memorizado en las fiestas familiares sólo las tarareaba en privado.
-Sabía que lo mío era coser y cantar. Como dice el dicho. Y eso es lo que he hecho durante estos 40 años.
Lucy Briceño se ríe con un tono gastado pero imponente.
Cuando suelta una carcajada, con sus manos -llenas de anillos y uñas largas- se cubre vanidosamente un collar de fantasía que cae sobre una blusa azul con lunares blancos. Lucy -quien dice tener una edad inconfesable- lleva un peinado rubio como sacado de revista antigua, las cejas pintadas con un delgado pincel y camina con pasos cortos por su taller de costura. El lugar es una habitación de paredes altas que está en una derruida casona cercana al Congreso en Valparaíso.
Son las siete de la tarde de un viernes y la reina madre de la cueca brava porteña hace poco llegó de comprar pan y otras mercaderías en un almacén cercano.
-Son mis provisiones para el fin de semana. Esta noche y la de mañana me toca cantar hasta muy tarde y volveré a mi casa cerca de las siete de la mañana sólo para dormir. No tendré tiempo para otra cosa -dice Lucy. Pone las bolsas sobre un mueble antiguo decorado con floreros con ramos artificiales, mantelitos de croché y portarretratos con imágenes de distintos momentos y lugares en los que ha actuado: en el Festival del Huaso de Olmué, engalanada con traje de china cuequera con su antiguo trío "Los Paleteados del Puerto"; abrazada con su hermano folclorista que tiene un grupo en Canadá; en blanco y negro desteñido en un local legendario de la bohemia porteña de los 70, del que no recuerda el nombre, y animada en una celebración con sus compinches de "La Isla de la Fantasía", un colectivo de folcloristas porteños de la tercera edad, que han grabado tres discos y que son idolatrados por los músicos más jóvenes.
Lucy junto con la cantante "Silvia la Trigueña" -Silvia Pizarro, hoy retirada luego de la muerte de su marido y compañero de ruta, el valsista peruano Carlos Dávila- son las únicas mujeres que entraron a este improvisado colectivo que comenzó a reunirse en una casa en el Cerro San Juan a fines de los 80 todos los domingos para hacer asados, cantar cuecas olvidadas y relajarse luego de las trasnochadas laborales.
-Alguien le puso "La isla de la Fantasía" porque era un espacio como perdido entre los cerros y porque del cerro cae agua todo el año. Sólo falta un enano que grite que viene el avión igual como la serie de televisión.
Las enfermedades, las muertes y los huesos poco aguantadores de sus integrantes han mermado sus reuniones. La última celebración fue hace varios meses y ahora planean una para despedir el invierno.
-Pero yo quiero que terminemos la fiesta temprano. Los fríos ya no me hacen bien para la garganta y mi vida es cantar -comenta Lucy mientras mira el reloj. Pasadas las nueve de la noche encaminará su ruta a "El Rincón de las Guitarras", el local de música folclórica y cuecas bravas donde actúa todos los viernes y sábados desde hace diez años. A ese lugar -ubicado en calle Freire, cerca del Parque Italia, en un antiguo edificio donde está el centro de montepiados de la Armada- la van a ver sus...
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