Las razones de TAHITI - 3 de Enero de 2016 - El Mercurio - Noticias - VLEX 590964338

Las razones de TAHITI

Por saturación o simple deformación, nuestro imaginario turístico percibe la Polinesia Francesa como una película hecha de collares de flores, aceites de coco, pareos al viento, románticas lunas de miel en Bora Bora y tragedias hollywoodenses protagonizadas por un demasiado real Marlon Brando. La postal tahitiana -de aguas demasiado cristalinas, palmeras demasiado al viento, mujeres y hombres demasiado sonrientes- se mimetiza así con la de otras islas paradisíacas de denominación exótica, llámense Hawai o Rapa Nui.

Más que una suma de playas, la Polinesia es un paisaje. Un paisaje real, que vence la categoría de "no lugar" que aqueja a otras islas de destino occidental (pienso en el Caribe más comercial); bendecido por una naturaleza dulce, pero salvaje, una "plantasía" especialmente floral que mueve los sentidos; una luz sutil, balsámica; un océano -o lagon como le llaman- de aguas calmas y paleta de tonos celestes, rodeado de montañas y valles, arriba, y corales, abajo; todo extendido en una superficie del tamaño de Europa.

Quizás lo que mejor describe el espíritu de la Polinesia Francesa es el sonido hipnótico de las cuatro cuerdas del ukelele. Después de ocho días brincando de isla en isla, esa calma melodía sigue resonando en la memoria.

Una particular luna de miel

Es fin de año y todos soñamos con irnos a cualquier parte. Pero cualquier parte no siempre significa tan lejos. Mentalmente, Tahiti parece más distante de lo que es. Si hacemos un poco de matemáticas, la distancia desde Santiago a Papeete es la misma que a Punta Cana, algo que los Caribe-adictos deberían considerar. Para mi sorpresa, y la de mi acompañante de viaje, luego de una breve escala en Isla de Pascua y seis horas adicionales de vuelo mar adentro, llegamos a Papeete.

Como visitantes primerizos de este lado del Pacifico, yo y mi hijo de ocho años (a quien llamaré AJ) hemos decidido no creernos el Capitán Cook y visitar solo algunas de las 118 islas de lo que los franceses siguen llamando territorios de ultramar: las Iles sous le Vent -en el Archipiélago de la Sociedad-, donde se ubican Huahine, Raiatea, Taha'a y la famosa Bora Bora, destino favorito de las parejas enamoradas.

Nosotros, quiero decir yo y mi hijo, también conformamos una suerte de dúo amoroso. Es la segunda vez que viajamos los dos solos. La primera fue a otra isla -la de Manhattan-, travesía que, si bien totalmente opuesta, me dejó una lección universal: todo viaje en compañía de un niño es o debería ser una experiencia de asombro. No hace falta encapsularlo en un mundo infantil hecho a su medida ni gastar energía en entretenerlo de más. Basta aventurarse con lo que se presenta en el camino, ya sea colgarse de las lianas de un árbol tahitiano o nadar entre mantarrayas y tiburones.

Ya volveré a lo de los tiburones polinesios.

Desde nuestro arribo al pequeño aeropuerto de Faa'a nos tratan como si anduviéramos de luna de miel. Nos regalan collares de flores blancas perfumadas (que decido no sacarme porque huelen mejor que mi colonia) o de conchitas de mar verdaderas (que AJ colecciona en cuello y muñecas a modo de tesoro). Donde sea que vayamos después -incluido un bazar de trajes de baño en pleno centro de Papeete- nos ofrecen un vaso de jugo natural de ananá o mango. Un concepto básico llamado hospitalidad que los tahitianos manejan sin aparente artificio. Rápidamente mi hijo aprende algunas palabras en francés mientras yo me arrepiento de haberle metido calcetines a la...

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