LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA - 27 de Noviembre de 2016 - El Mercurio - Noticias - VLEX 654109281

LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA

Prólogo a la tercera edición de Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.

Si alguien -si un periodista- emprendiera un viaje sin saber nada acerca de su destino salvo la temperatura promedio, la calidad de las playas y la ubicación de las zonas de alojamiento barato; si metiera en su mochila veinte libros, poca ropa y un equipo de snorkel; si eligiera la ignorancia como una performance o como una -mucho menos confesable- forma de la felicidad. Si, en fin, ese periodista se tomara vacaciones, y si esas vacaciones fueran en Filipinas, es probable que sucediera algo de lo que sigue a continuación.

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Mayo de 2012, medianoche, más de cuarenta horas de viaje desde Buenos Aires pasando por Río de Janeiro y Dubái, y esto no parece un lugar al otro lado del mundo. O mejor: esto no parece un lugar al otro lado del mundo del mismo modo en que Tailandia o Indonesia o Malasia parecen lugares al otro lado del mundo. Aquí las calles son iguales a las de cualquier suburbio de Latinoamérica, con edificios hijos de la cópula entre la esquizofrenia arquitectónica y una hemorragia de hormigón, palmeras de plástico revestidas por guirnaldas de luces, iglesias católicas, Seven Elevens, McDonald's, bares de chicas y un atasco -kilómetros de autos hundiéndose en el corazón de la tiniebla- que es la madre y el padre de todos los atascos. Cada tanto aparece un jeepney -camiones de trompa roma y colores intensos que sirven como transporte público- y esa es la única señal que indica que uno no ha llegado a Brasil ni a México ni a Colombia. Que esto debe ser, en efecto, Manila.

Manila es la capital de Filipinas, un país compuesto por siete mil islas, con 94 millones de habitantes, 11 de los cuales viven en el exterior. Si buena parte de esa gente se llama Pedro o se apellida Ayala y la mayoría reza el padrenuestro y se hace la señal de la cruz, es porque en 1521 llegó hasta allí el conquistador Fernando de Magallanes y desde entonces el país fue territorio español. En 1898 España debió cederlo a Estados Unidos y sólo en 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, Filipinas se declaró independiente. En 1965 asumió el gobierno un hombre llamado Ferdinando Marcos que siguió en el poder hasta 1983 cuando, después de protestas masivas y caos social, fue destituido y reemplazado por Corazón Aquino. Eso, a grandes rasgos, era todo lo que yo sabía al llegar a Filipinas. Eso, y que el turismo sexual era toda una preocupación, y que Imelda Marcos, la mujer de Ferdinando ídem, había dejado tras de sí una colección de mil pares de zapatos -o de mil zapatos- que, después de haber presenciado la fiebre de consumo de pajaronas como Carrie Bradshaw, ya no me parecían tantos. Eso era todo. Y, a decir verdad, no me enteré de mucho más. Quiero decir que no quise.

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Ermita debió ser algo, aunque no se sabe qué. Quizás una de esas zonas que funciona como Kao San Road, en Bangkok, una suerte de Babel afiebrada con viajeros que se revuelcan, conversan y beben durante algunos días a precios módicos mientras deciden hacia dónde seguir. Pero ahora es un barrio de Manila muy desconcertante, sumergido alternativamente en un sopor moribundo o en una energía desamparada o en una hostilidad desértica. El lugar más popular de Ermita es un mall descomunal al que se entra previo cacheo de un guardia. Siempre está repleto y parece haberse tragado a toda la gente y los comercios de la zona, excepto los Seven Eleven que multiplican su disponibilidad de veinticuatro horas a razón de uno por cuadra. En las calles, de noche, los faroles alumbran poco y las únicas vidas que se ven duermen sobre su miseria y sus cartones en medio de un calor benévolo. Cada vez que le digo a alguien que me alojo en Ermita, el resultado es el mismo: "¿Ermita? !Ni se le ocurra salir del hotel después de las nueve de la noche¡". O "¿Ermita? ¿Por qué?". Quizás porque cuando uno llega a un país quiere desembarcar en una orilla real y no en sus márgenes desinfectadas, o porque uno es persistente y persiste aún en sus equivocaciones, o porque en los viajes prima esa diletancia suave -mañana me mudaré- mezclada con una omnipotencia peligrosa -a mí no va a pasarme nada- que produce las mejores catástrofes.

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Como ya nadie viaja sin un artilugio para conectarse -el iPhone, la tableta-, los que elegimos viajar sin nada estamos a merced de la existencia de cabinas públicas que, como ya no son negocio, empiezan a ser inencontrables. Sin embargo, frente al hotel en el que paro -una habitación sin ventanas, la representación de la perfecta claustrofobia- hay algo que se anuncia como cibercafé. El vidrio de la puerta está cubierto por una película polarizada lúgubre. Adentro, la...

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