Estudio Necrológico: Sergio Politoff Lifschitz o la Perseverancia Creadora de una Vida Inmigrante - Núm. 9, Julio 2010 - Política Criminal - Libros y Revistas - VLEX 216644601

Estudio Necrológico: Sergio Politoff Lifschitz o la Perseverancia Creadora de una Vida Inmigrante

AutorDr. Dr. h.c. José Luis Guzmán Dalbora
CargoCatedrático de Derecho penal y de Introducción a la Filosofía jurídica y moral en la Universidad de Valparaíso (Chile)
Páginas257-276

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1. El fin de una generación de penalistas chilenos

Los últimos cinco años, que son también los primeros del incierto siglo veintiuno, han resultado fatales para la ciencia penal chilena. Y por el renombre internacional de las personalidades que acaba de perder, puede afirmarse que el luto abruma a toda la Dogmática punitiva de nuestro tiempo.

Registremos las fechas que entran en consideración, según la secuencia de los decesos. Nos han dejado Álvaro Búnster Briceño (1920-2004), Francisco Grisolía Corbatón (1928-2005), Eduardo Novoa Monreal (1916-2006), Sergio Yáñez Pérez (1925-2006) y Juan Bustos Ramírez (1935-2008). Amén de la común vocación científica, son hombres a los que circunstancias de la vida, relaciones personales e idiosincrasia de su pueblo hicieron coincidir en varios aspectos. Nacen en fechas relativamente próximas, reciben influjos culturales semejantes, se comportaron de manera análoga en condiciones afines, por lo cual cabe considerarlos como miembros de una misma generación. Es aquella que fermentó en los años sesenta de la pasada centuria al abrigo del Seminario de Derecho penal y Medicina legal en la Facultad jurídica de la Universidad de Chile, catapultando interna y exteriormente el cultivo nacional de la disciplina, y a la que hoy la zarpa de la muerte deja desarbolada y en trance de completa consunción. Además, tres de ellos sufrieron un prolongado exilio, a raíz de sus convicciones y actividad políticas, durante la negra página clavada en la historia del país por la dictadura militar y satrapía civil que encabezó Augusto Pinochet Ugarte (1973-1990), ostracismo que, en otro caso -el de Grisolía, natural de Barcelona-, hubieron de arrostrar los padres al huir de las huestes franquistas y, para los que quedaron, como Yáñez y el propio Grisolía, se presentó en la forma de perder los inapreciables interlocutores de antaño y asistir al decaimiento intelectual resultante, espoleado por la intervención castrense de las Universidades y el provocado marasmo de los institutos científicos, como una suerte de exilio interno.

Pero hay más. Salvo Juan Bustos, quien fina en el ejercicio de la Presidencia de la Cámara de Diputados, motivo por el cual las exequias adoptaron la solemnidad oficial de los funerales de una autoridad del Estado, sus compañeros de generación mueren en un ambiente de silencio, poco celebrados por los coterráneos, en ratificación de ese lamentable rasgo de la comunidad chilena -una faceta característica de pueblos jóvenes, otrora uncidos al yugo colonial, que miran al porvenir sin conciencia de su identidad histórica- consistente en la tardanza en reconocer a sus hijos ilustres y la

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mezquindad de un rápido olvido. La potencia expresiva de dicho fenómeno es independiente del aporte cultural de la figura de que se trate y, por cierto, convoca en primerísimo lugar a los camaradas de labor científica, filosófica, artística, literaria o poética. Eduardo Novoa fallece en Santiago tras permanecer recluido en su casa con la fundada impresión de estar proscrito por la universidad y el medio especializado. El deceso de Álvaro Búnster sobreviene en la patria adoptiva, ese auténtico asilo contra la opresión que es México, donde se le lloró con lágrimas que la sequedad ocular del solar natal vierte con cuentagotas. El tránsito de Francisco Grisolía y Sergio Yáñez solicitó escuetas necrologías de periódico y algún acto institucional, obra más bien de amigos y estrechos colaboradores de los profesores fallecidos, que del plexo del entorno científico. A diferencia de lo que ocurre en otros contextos del orbe ante sucesos de tal significación, no proliferaron aquí seminarios, coloquios o congresos cuya convocatoria llevase nombres que enorgullecen a la Universidad chilena;1 tampoco se ha publicado libros para recordar como es debido la trayectoria de todos ellos,2 el número especial de alguna revista que conmemore el legado jurídico,3 estudios necrológicos, en fin, nada que evoque y preserve de la usura del tiempo la contribución a la materia criminalista, amén de la estampa humana que generó el aporte. ¡Pero si pocos colegas del oficio acompañaron el cortejo fúnebre de algunos de estos estudiosos, según me comentó privadamente, con desencanto, un profesor del ramo!

Naturalmente, superiores impedimentos geográficos nos impidieron acudir al sepelio de uno de los integrantes postremos de la pléyade, don Sergio Politoff Lifschitz, cuya vida paralizó inopinada y devoradora enfermedad el día 26 de diciembre de 2009, en Rótterdam. Cuando la noticia llegó de los Países Bajos a Chile, amigos y discípulos dedicaron a la memoria del hombre y el autor unas líneas cuya brevedad, determinada por las exigencias de los periódicos, no resta un ápice al sentimiento de admiración, respeto y gratitud que recogió siempre el penalista santiaguino entre sus colegas, alumnos y lectores en general. Las comunicaciones pusieron de relieve, además, el afecto a que se hizo acreedor por su amable, bondadosa humanidad, que él prodigó así a los íntimos como a quien deseaba acercarse a su lado para entablar una conversación cualquiera, de la cual el circunstante inexorablemente salía aprendiendo lecciones de ciencia y de vida, como si hubiese leído en la persona del interlocutor un Bildungsroman del siglo XX.4

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Sólo el futuro decidirá cómo y cuánto será recordado este jurisconsulto. Nuestra necrología, que ha de plegarse al poder de configuración de la posteridad, sólo querría conjurar una pareja de riesgos. Apremiados por las tareas de la hora, bien posible parece que antiguos y nóveles compañeros universitarios se abstengan de trazar una imagen más acabada de Sergio Politoff. La plausibilidad de la previsión se acentúa respecto de los jóvenes, inmersos como están en una época que estimula las carreras en solitario, desatentas de quienes llevaron antes la antorcha, y premia el lucimiento que en sus mayores, en cambio, fue signo de perseverancia, rigor y trabajo silencioso, por tanto, del desinterés de quien no busca otro premio a sus desvelos que el cumplimiento del deber en servicio de los demás. Por otra parte, como indudable es que el incesante progreso científico condena a la obsolescencia aun el rendimiento objetivo de un genio descomunal, así también llegará el instante en que lo que nuestro autor entregó a su amada disciplina será superado -del mismo modo que un afán perficiente, muy distintivo suyo, le permitió enriquecer año tras año la producción personal-. Pese a ello, somos de la opinión de que hay en la obra de Politoff elementos perdurables, cuya cabal comprensión requiere considerar el modo particular de investigar el Derecho que él asumió, vástago de una orientación espiritual que sabía ligar las reglas y los sistemas jurídicos a múltiples condicionamientos materiales. De la identificación de los hilos invisibles que unen la forma al fondo del Derecho penal, las generaciones venideras pueden obtener, según pensamos, gran provecho. Al efecto, ayuda proporcionar también una semblanza del individuo. Y es que la obra científica tiene autor, ha sido engendrada por un ser creador, y quien no estudie la causa nunca podrá comprender plenamente el efecto.

Existen también consideraciones personales que nos animaron a componer la presente reseña, con su designio mitad biográfico, mitad bibliográfico. Pero hemos de silenciar los motivos de cariño que yacen tras estas cuartillas, con la esperanza de que el destinatario y su legado tengan un día mejor cantor.5

2. Familia y años de formación

Nuestro biografiado fue el mayor de los tres hijos de la pareja formada por doña Emilia Lifschitz y don Leonidas Politoff. Los apellidos de los padres, que castellanizaron los nombres propios más adelante, denotan el origen ruso de su linaje. Muy jóvenes, tuvieron que emigrar desde Ucrania y Rusia Blanca, la actual Bielorrusia, respectivamente, donde la vida civil estaba trastornada por las agitaciones políticas que precedieron la Revolución de 1919, así como por pogromos y otros actos de hostilidad contra la población judía, organizados y permitidos para desviar la atención de los problemas que sacudían al gobierno zarista. Tras numerosas peripecias, que les hicieron

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asentarse provisoriamente en distintos países, arriban a París, destino natural de los refugiados rusos de la sazón. Allí se enamoran y contraen nupcias en julio de 1929.

Pasan a Chile. En Santiago, ciudad que adoptan como residencia, nace el 22 de abril de 1930 su primogénito, al que inscriben con el nombre Sergio Isidoro Politoff Lifschitz. El continente americano brindó a los jóvenes consortes el clima de serenidad indispensable para consolidar y hacer crecer la familia. Pronto llegan Paulina y Alberto, que con el tiempo destacarán en sus profesiones -como abogada la primera y profesor de Medicina el segundo- y por su amor a las artes y la poesía. En casa reinan el afecto, una tolerancia en la que no consiguió hacer mella la histórica incomprensión contra un pueblo oprimido, la sensibilidad artística y, en general, un ambiente culto. La madre, hija de un distinguido profesor, había estudiado Odontología en Europa, maneja varios idiomas, es amante de la literatura y sigue con interés las corrientes políticas. Por su parte, el padre culmina en 1940 los estudios de Derecho y ejerce como abogado penalista, defendiendo a la clientela que recibe en su propia casa, que albergaba el despacho, con una personalidad comprensiva, que es lo mismo que decir humana, y procurando mitigar la tragedia que implica para los allegados del preso el paso por una sala de justicia. Tales elementos, en que se funden inteligencia, ternura y cosmopolitismo, serían decisivos en la vocación, las cualidades...

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