Paz en La Paz - 20 de Mayo de 2012 - El Mercurio - Noticias - VLEX 371815290

Paz en La Paz

La Paz me recibió, cuando bajaba las escaleras del avión, con un golpe de calor seco e intenso, una sensación que en esos diez días de un abril de hace doce años nunca me dejó. Ni siquiera en el ocaso cuando, bebiendo gin y tonic, miraba desde la terraza a ese sol implacable poniéndose tras las montañas desérticas y al mar tranquilo descansar de él, cubierto por un manto de nubes rosadas y naranjas.

La Paz fue un Plan B urdido por mi papá tras escuchar el Plan A, sugerido por una psiquiatra. Consistía en un par de semanas de desconexión total y descanso en "una casa por ahí por la calle Isabel La Católica, en Las Condes". La casa era una clínica psiquiátrica. No estaba loca, pero, recostada en su diván, le había dicho que quería estudiar Derecho por las noches. Aún no terminaba Periodismo (de día), escribía en la sección de Economía de un diario, y criaba sola a un hijo de un año y meses. Corría de la universidad a la casa, de la casa al trabajo, estaba flaca como una vaca de la India y la idea de convertirme en abogada era un delirio.

-La Paz -dijo mi papá y tomó su libreta de teléfonos de tapa verde con separadores por país (que aún conservo)- y marcó el teléfono de Michel, su mejor amigo, un belga, ahora nacionalizado mexicano, que conoció a fines de los años 50 en Ibiza, donde era dueño del conocido Club Punta Arabi, en la playa de Es Canar.

A la semana Michel estaba esperándome en el aeropuerto, junto a Baby -su tercera señora, veinte años menor, una mujer elegante, estilizada, que mezclaba la crianza estadounidense con un precioso look mexicano-, en una pick up roja, vieja, ancha, una Ford sin aire acondicionado, pero con tumba burros, como le llaman a los parachoques que en Chile están prohibidos porque atropellan -matan- personas en vez de animales.

En el camino entre el aeropuerto y la casa, una carretera en medio de la nada, nos detuvimos a comprar unas herramientas para el jardín en un galpón que, además de eso, vendía alimento para animales y cañas de pescar, y que estaba copado hasta el techo de accesorios -navajas, jaulas, botanas- para las feroces peleas de gallos. Supe entonces que La Paz no iba a ser tierra de canchas de golf ni de hoteles cinco estrellas ni de comida tex-mex ni de spring breakers. Esto era México. México de desierto y cactus en una carretera polvorienta. México de hombres rudos. Pero también el México del Pacífico, del Mar de Cortés, el acuario del mundo, como llamó Jacques Cousteau a ese lugar donde van a parir las ballenas.

Los viajes empezaron en mi vida temprano, a los cinco años, cuando mi papá nos llevó con mi hermano a Inglaterra a conocer a nuestra familia británica. Dos tíos y tres primas con las que anduvimos en bote en el Támesis e hicimos picnics con huevos duros en Kew Gardens. Luego fuimos a España a conocer a mi madrina y a una larga lista de amigos que mi papá había cultivado mientras vivió en Ibiza, Madrid y Marbella. Los...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR