Palabras para una ciudad - 7 de Julio de 2019 - El Mercurio - Noticias - VLEX 797947977

Palabras para una ciudad

Me sentí conmovido por el homenaje que me hizo hace pocos días la ciudad de Santiago de Chile a través de su municipio. Insisto en que se trata del Santiago chileno, el de Nueva Extremadura, porque conozco a fondo y hasta he caminado por el techo restaurado de la Catedral de Santiago de Compostela. Después del vértigo pasajero de esa caminata, he bebido una copa de vino del norte de España en un café cercano y he conversado con don Gonzalo Torrente Ballester, uno de los grandes novelistas gallegos y compostelanos de años recientes. Soy viejo santiaguino de Chile, aunque no de Galicia, y he vivido en mi ya larga existencia en grandes ciudades de este mundo: en París, en Madrid, en la isla de Manhattan, en el Berlín entonces oriental, con muro y todo, y cada vez que regreso a Santiago, al Santiago mío, me encuentro con papeles, libros amarillentos, dibujos, fotografías, calles, callejones, rincones reconocibles, que me abren la perspectiva de la iglesia de la Merced, la curva de la Veracruz, la vista de la falda oriental del cerro de Santa Lucía, la visión más lejana del Manquehue o del San Cristóbal, y entiendo por qué la calle Rosal se llama Rosal, puesto que era un antiguo huerto de limoneros y rosales, como su nombre lo indica, y por qué la vecina Victoria Subercaseaux, con su desnivel rojizo, de color de ladrillo colonial, se llama así, y sé por historias de familia que había allí un taller con una trampa y una imprenta clandestina, en los años de la dictadura, o dictablanda, como ustedes prefieran, del general Ibáñez del Campo, tiempos en que ese taller era visitado por el grupo llamado de los Diez, el de Pedro Prado, Jenaro Prieto, Alfonso Leng y Acario Cotapos, y en ocasiones por la muy joven y bella Teresa Wilms, y por Gabriela Mistral, por Marta Brunet, sin olvidar a Augusto D'Halmar, que en la vida civil se llamaba Augusto Thompson, Salvador Reyes, malhumorado y siempre de viaje, y por algunos otros.Caminaba una tarde de hace no más de cuatro años por una calle del París más secreto, abierta entre la Plaza de La Bastilla y el canal flaubertiano de San Martín, donde transcurren las dos primeras páginas de "Bouvard y Pécuchet", y divisé una vitrina de librería de viejo empotrada en un cruce de calles. Entre páginas y portadas amarillentas había una traducción al francés de un clásico nuestro, "El niño que enloqueció de amor", de Eduardo Barrios, y era muy difícil saber cómo había llegado hasta esa vitrina esa historia de amores...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR