Memorias de Phnom Penh - 22 de Septiembre de 2019 - El Mercurio - Noticias - VLEX 812806221

Memorias de Phnom Penh

La distancia del hostal a Choeung Ek era de un poco menos de quince kilómetros. Sabíamos a dónde íbamos, pero no hablamos de la visita. No sé cómo se enteraron del lugar las otras chicas; en los viajes eso casi nunca se pregunta, menos si está en las guías, en TripAdvisor, en las carteleras de cada hostal y agencia. El nombre parecía hallarse desde siempre en los mapas turísticos, aunque no en el mío. Yo pensaba que uno llegaba a este cuando le tocaba, quizás porque lo escuché por primera vez visitando a un amigo después de su viaje por Asia. Había dicho: «Ese rincón de Phnom Penh me revolvió las tripas».El chofer del tuc tuc nos recogió a las ocho. Le habíamos dado cita temprano por miedo al calor, porque el sitio sonaba lejos y, esencialmente, para no robarle tiempo al viaje. Kayla había arreglado el transporte, cuatro dólares por persona ida y vuelta. Quería hacerlo ella, lejos del hostal, para lograr un mejor precio y no lidiar con los que estacionan afuera y no te dejan en paz. Llevaba cerca de un año viajando por el mundo y era la experta de los planes baratos. Cuarenta minutos duró el trayecto. Silvana, la chica argentina, habló gran parte del tiempo. Estaba furiosa, pues el día anterior, en el bus proveniente de Ho Chi Minh, se le había mojado la maleta y, para secar la ropa, la extendió donde pudo por el dormitorio; o sea, en el suelo alrededor de su cama. Cuando se despertó, alguien, aparentemente una viajera asiática, no había cerrado bien la puerta antes de ducharse y el agua se había escurrido por toda la pieza. Nos contaba una y otra vez que ella no paraba de decirse «shit» a sí misma mientras escurría sus cosas. En su relato insistía en que el «mierda» era para ella; contra el momento y la mala suerte, no estaba dirigido a nadie. Pero la asiática había reaccionado diciéndole que dejara de quejarse, que tampoco era para tanto. Silvana no había alcanzado a contestar nada, bloqueada por la rabia. En realidad, esperaba una palabra de excusa o, mínimo, una de aliento, pero fue otra asiática quien había rematado la escena al voltearse en la cama y decirles: «!Cállense¡ !Llamen a sus padres y ya¡». La frase le había caído como una patada. Le tomó media hora de camino para digerirla. Estaba indignadísima por el insulto de niña mimada, porque llevaba un año viviendo sola en Australia y dos meses viajando por el Sudeste Asiático con muy poca plata. La situación le parecía absurda y la frase, injusta. Mientras la repetía, nosotras dos intentábamos calmarla con comentarios de todo tipo. Kayla, al lado mío, decía: «Así son los chinos, les importas un carajo. Te empujan, se paran delante de ti mientras tomas una foto y nunca se dan cuenta de nada». De ahí pasamos a otras conjeturas: de pronto no eran chinas, uno nunca las ve en hostales, siempre están en familia o en grandes excursiones. Yo intenté aportar una solución, una idea útil, como buscar una lavandería barata donde le devolvieran la ropa seca y oliendo a lavanda. Terminamos riéndonos y los otros diez minutos pudimos ahondar en las presentaciones. Kayla, de Sudáfrica, y yo, de Colombia, nos habíamos conocido en Laos un par de semanas antes, en el barco entre Pak Beng y Luang Prabang. De...

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